miércoles, 3 de enero de 2018

Una presencia activa en la comunidad: la Eucaristía y las hermandades (II)

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P. José Anido Rodríguez, O. de M.

Eucaristía organizada por la Hermandad del Silencio en su parroquia de Jesús Obrero | Fotografía: Hdad. del Silencio

03 de enero de 2018

En el primer artículo centraba la reflexión en la Eucaristía como culmen de la vida cristiana, de toda comunidad y, por lo tanto, de toda hermandad. En los artículos siguientes, empezando por este, quiero centrarme en cómo plasmar ese principio a lo largo de todo el año en la actividad de las cofradías. Entro ahora en el campo de lo prudencial, de lo discutible, no pretendo tener la última palabra acerca de los distintos aspectos que voy a tratar, sino ofrecer apuntes, y mi posición personal, para establecer, si se quiere, un debate que clarifique y ayude a acrecentar la unión con Cristo y con los hermanos a través del fundamento de la Eucaristía.

Las cofradías no somos islas, no somos las únicas comunidades cristianas de una diócesis, y por esto no podemos desempeñar nuestra labor de espaldas a la realidad eclesial. En el momento en el que una junta directiva, el vocal de cultos, el director espiritual formulan el plan pastoral de la hermandad deben tener en cuenta esto. Claro que no siempre es fácil. Sería ingenuo obviar las dificultades que históricamente han surgido entre párrocos, rectores, comunidades religiosas, y las distintas corporaciones. Incluso en el caso de las hermandades que tienen en propiedad su sede canónica, su pastoral ni es, ni puede ser, autónoma. Del mismo modo, tampoco es justa la actitud que contempla en las actividades de las cofradías algo al margen de la vida parroquial, un residuo de otros tiempos que hay que sufrir hasta que desaparezca (algo que, para sorpresa de teólogos y pastoralistas bien sesudos, no tiene pinta de que vaya a suceder en el breve plazo). En muchas ocasiones la voluntad de hacer cultos por parte de las hermandades choca con la planificación de la parroquia. Enfrentamientos que pueden llegar al extremo de plantear quién tiene derecho a la Eucaristía, o quién puede imponer su celebración a otras comunidades o instancias eclesiales.

Estas cuestiones, así planteadas, no son correctas. La Eucaristía pertenece a Cristo, es Cristo mismo quien se dona a sí mismo para nuestra salvación. Ninguno de nosotros "tenemos derecho a la Eucaristía". Tampoco una cofradía o, ni siquiera, una parroquia. La clave para superar este problema nos la da el Papa Francisco en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium: la parroquia "es comunidad de comunidades, santuario donde los sedientos van a beber para seguir caminando, y centro de constante envío misionero..." (EG 28) y, por lo tanto, reclama que los demás grupos existentes, también las hermandades,

"no pierdan el contacto con esa realidad tan rica de la parroquia del lugar, y que se integren gustosamente en la pastoral orgánica de la Iglesia particular. Esta integración evitará que se queden sólo con una parte del Evangelio y de la Iglesia, o que se conviertan en nómadas sin raíces" (EG 29). 

El camino que marcan estas palabras es muy sugerente: el de una pastoral de conjunto en la que se integran las cofradías. Si la hermandad vive de la Eucaristía, esta celebración debe estar ubicada dentro de la actividad pastoral de la parroquia o comunidad religiosa. El modelo ideal sería en el que una de las eucaristías dominicales esté al cuidado litúrgico de la cofradía, abierta, por supuesto, a la participación de toda la comunidad cristiana. Una celebración en la que la espiritualidad de la corporación pueda enriquecer la vida parroquial y viceversa. Es un modo de ser, como dice también el Papa Francisco en su homilía a las cofradías, "un verdadero pulmón de fe y de vida cristiana, aire fresco" (homilía del 5 de mayo de 2013). La hermandad necesita esta celebración semanal. No podemos existir sin celebrar la Eucaristía. Todos nosotros necesitamos para vivir celebrar el día del Señor acercándonos a recibir su Cuerpo y su Sangre. Y muchos hermanos viven su fe a través de la hermandad. Una parroquia en salida, como nos pide el Papa, debe ir al encuentro de todos y la cofradía realiza esta misión de modo muy eficaz. Limitar las misas a una vez al mes o a los cultos principales del año supone cerrar puertas a quien se acerca al Señor a través de las celebraciones de la hermandad.

La imbricación de la hermandad con la realidad parroquial –o conventual, en el caso de órdenes religiosas– supondría superar los antagonismos del pasado. Eso sí, siempre que esa colaboración se realice desde el respeto mutuo, y se tenga en cuenta las particularidades propias de la pastoral cofrade. Una vía a explorar, por ejemplo, es confiar en las hermandades para un apostolado litúrgico: una de las características de las cofradías es explorar el camino de la belleza como vía del descubrimiento de Dios, contar con ellas para la preparación de las celebraciones y los tiempos litúrgicos en la iglesia sería un modo creativo de contar con ellas en la vida cotidiana. Se convertirían así, como dice el papa Francisco, en "una presencia activa en la comunidad, como células vivas, piedras vivas" (homilía del 5 de mayo de 2013).

Se me puede objetar, con razón, que las hermandades hoy en día trascienden los límites estrictos de una parroquia o barrio, o el alcance de una determinada orden religiosa a la que están vinculadas. Es cierto. Las cofradías, aunque nacidas en un contexto determinado, han ampliado su rango de influencia más allá de unas calles concretas de nuestras ciudades. Además, en algunos casos, la implicación eclesial de los hermanos no se reduce a la vida de hermandad: todos conocemos a alguno que desempeña una labor pastoral en su parroquias de origen, en el colegio en el que trabaja, o en otros grupos cristianos a los que se siente vinculado. Esto, lejos de constituir un obstáculo, es una oportunidad muy valiosa para que esos cofrades puedan aportar su experiencia, su carisma, a la propia corporación enriqueciendo su vida. Por lo tanto, no se trataría tanto de que todos los hermanos acudan a todas las eucaristías preparadas por la hermandad (objetivo utópico, sin duda), sino de que a través del tiempo la Eucaristía compartida vaya construyendo la unidad de la cofradía entrelazando los distintos carismas y vivencias de sus integrantes. Una unidad interna y una unidad con las otras comunidades que conforman la realidad eclesial.

En conclusión, creo que lo ideal es celebrar, al menos, una misa dominical en la sede canónica como parte de una planificación pastoral de la parroquia, unidad pastoral, o convento, en la que se sitúe. Una planificación en la que la hermandad juegue un papel significativo en las labores de evangelización. Esto permitirá cultivar la vida eucarística necesaria para la existencia de la hermandad, al tiempo que se produce un enriquecimiento entre las distintas realidades eclesiales.


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