miércoles, 18 de marzo de 2020

Los rostros de Cristo

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Andrés Alén



18 de marzo de 2020

Ya antes de empezar debo de pedir disculpas por traer a estas páginas virtuales, y puede que virtuosas, un asunto que tiene apariencia de indagación personal, que tanto me atañe y del que apenas sé ni su causa, su significado y menos si entraña alguna futura certeza en un horizonte, que como todo horizonte rehuye ser alcanzado por la llegada.

Sabéis que dedico gran parte de mi tiempo intentando acercarme a esto que para entendernos llamamos arte y que, a veces, suele distinguirse claramente de un melón. Supongamos que allí estoy yo, haciendo lo que se puede o no se puede, se deba o no se deba hacer. Como autor, tiendo a no dar explicaciones sobre mi arte, aunque guste, cómo no, de comunicarme a través de él, sino que milito precisamente en lo contrario: en tratar que sea el arte el que me explique a mí.

Son muchas las obras que se empiezan como una aventura, con alguna intención, un tema vislumbrado, un camino precario, pero sin el soporte de apuntes, estudios definitivos, guías para turistas creativos o localizaciones del GPS. Estoy adscrito a la frase de san de Juan de la Cruz que tanto me gusta repetir: "Para ir a donde no se sabe, hay que ir por donde no se sabe". Si es que vamos a encontrarnos con el misterio, con lo sublime, o con cierta intensa belleza que nos dé sentido o nos haga vibrar.

No sabemos la distancia, ni tenemos como segura una dirección que fiamos, redundando, a nuestra fe. Solo nos enseñaron a caminar, pero ni eso garantiza que la andadura no derive en salto, en escalada, que el camino sea aprisco, desierto o peñascal. Y es esa incertidumbre la que nos depara en el viaje unos momentos inesperados que recibimos como regalos y que no suelen ser dones que contemplan otra suerte de viajes más cómodos, zona vip con azafata y tentempié, tan propios de esa anhelada sociedad del bienestar. "Mañana visitaremos la magnífica catedral, pueden adelantar sensaciones leyendo el folleto que le facilitamos por un módico precio".

No es lo mismo andar perdido que andar buscando. Aunque no se sepa exactamente qué, y solo se intuya su importancia y su necesidad.

Aparcando de momento este preámbulo, y volviendo a mi libro, al asunto personal de mis disculpas, debo decir que en mi concreta trayectoria he comenzado dilatadas series de obras sin saber por qué ni cómo: caras, ciudades, acantilados, mosaicos de vinilo, abstracciones… Largo tiempo recreándome en el hacer y en el quehacer, sin un motivo claro de su finalidad, solo confiando que todo en el arte, si lo es, al final se devela, creo que de forma más alejada de la comprensión racional, y más próxima al sentimiento, a la plácida contemplación.

Las caras, cientos, las disfrutaba cuando manchas informes diferentes se iban modificando hasta aparecer como alguien que me miraba desde otro lado. Los acantilados y ciudades de entonces, miles, al final resultaron lo mismo: barreras. Los grandes mosaicos de vinilo, vitrales buscando el color y la luz. Las abstracciones, música. A término. "El principio era el final".

De un tiempo, propicio es la cuaresma, hasta hoy, cierta obsesión me lleva a centrar mi labor en el crucificado, su cruz ‒su calvario‒ su rostro. Varios modos, uno lo protagoniza la pintura, es muy cofrade. Parte de la imagen real del algún Cristo que me llama; esa obra que alguien talló y que tantos veneran, siempre en fotografía de otro o mía, y mi labor consiste en hacer de esa obra una obra propia. Se ajustan sus formas o se desdibuja, se pinta a pinceladas que cubren o veladuras suaves que transparentan. Es algo parecido a una unción. La libertad acaba, como en cualquier retrato, en que las distorsiones no estropeen el parecido. Propicia el acercamiento a esa imagen sagrada que representa a alguien mucho más sagrado. Sí, me hace mirarla con otros ojos. Me dijeron que qué mejor oración, no sé, dejémoslo en rezo.

La otra forma, de la que muestro aquí un parcial mosaico, es más dibujística. Parte de un papel en blanco y casi nada en la cabeza. Los trazos van insinuando un rostro del que no me siento dueño. Ahora no está afuera, no lo llevan a hombros, no es uno en concreto. No sé si se dibuja o se escribe porque siento que algo tiene de grafología. Quizás sea eso, que va en busca de un nombre. Me gusta creer que sale de dentro o que alguien me lleva la mano. No se parecen el uno y el otro, casi siempre corona espinas y ojos que miran aunque estén cerrados.

Es deambular por un laberinto hasta la incierta salida. Una sensación que tuve como cofrade en esos itinerarios penitenciales, bellos en esta ciudad mágica, llenos de música y silencios, de perfumes de flores, inciensos ceras, juncales del arrabal que cruza el río, ajeno a la gente pero sintiendo su aliento, bajo capucha o capuchón que te viste de anonimato, cargando con él o llevándolo al lado, y subiendo siempre a la emoción.

Es íntimo el peregrinar .Como su meta es el mismo camino, su cansancio, su alto en la fatiga, su reposo Todo viaje es un viaje interior. Esos rostros de hombres dolientes están ahí afuera y se hacen Cristo cuando los clavas dentro.

No sé lo que busco, pero empiezo a creer que es alguien el que me busca a mí.


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