lunes, 23 de marzo de 2020

Sub tuum praesidium

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Paulino Fernández

Un religioso porta una vela durante una procesión de Semana Santa en Salamanca | Foto: Pablo de la Peña

23 de marzo de 2020

He dudado mucho de si mantener el escrito que tenía previsto o cambiarlo. Una parte muy importante de mí me pedía no cambiarlo. No modificar mi mensaje porque, por muchos estados de alarma que se nos impongan, confinamientos sociales y estancias domiciliarias que solo podemos abandonar para acudir al trabajo o a la compra ‒o a otros menesteres que, a ojo de este que suscribe, carecen de importancia, pero que deben serlo si así se recogen en la normativa‒, todavía estamos en cuaresma. Sí, por muy extraño que nos parezca, todavía es cuaresma. Todavía estamos en esos cuarenta días de desierto que hemos de atravesar para alcanzar el oasis de la Pascua: donde la fuente de agua viva calmará nuestra sed terrena al mostrarnos que la vida es seguida por una Vida en mayúsculas.

Estos pensamientos rondaban mi mente y, precisamente, eran los que me invitaban a permanecer inamovible en mi primer artículo. Pero al final, la fuerza irremediable de las circunstancias me conmina amablemente a darle una nueva vuelta de tuerca.

El coronavirus, el CO-VID19, el SARS COV-2, o como queramos identificar a esta pandemia, ha trastocado nuestra vivencia cuaresmal de un modo inimaginable. Hoy los templos están poco concurridos, los actos cofrades han quedado aplazados y nuestros desfiles procesionales son hoy un mero recuerdo que, en la pantalla de YouTube, distraen nuestra mente en medio de ese encierro físico que, quizás, podría ayudarnos a volver a encontrarnos con nuestra propia interioridad, esa parte de nosotros mismos tan abandonada en los últimos años.

Y es que esta situación es, sin lugar a duda, muy dura de mantener en el tiempo. Por ello, desde la prensa y los medios de comunicación nos han animado a ocupar nuestro tiempo en múltiples entretenimientos: desde salir a mirar por el balcón hasta salir al mismo a aplaudir a nuestro personal sanitario, a nuestros Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, a los trabajadores de todos los puntos de la cadena de distribución de bienes de primera necesidad y alimentos, a nuestro país en general...

Sin embargo, en esta vorágine en la que actualmente nos encontramos inmersos, echo de menos aplausos o, mejor dicho, agradecimientos a nuestra Santa Madre Iglesia.

Porque sí, aunque no se reconozca y muchas veces se ningunee la aportación de este estamento a nuestro bienestar social, hemos de tener en cuenta que su trabajo desinteresado por los demás y, particularmente, por los más desfavorecidos ayuda a mantener la paz y la justicia en nuestro entorno.

Así pues, desde estas líneas que tengo la oportunidad de escribir, quiero hacer público mi agradecimiento más sincero y de corazón.

Gracias, Cáritas, Comedor de los Pobres y tantas otras ONGs que os desvivís por los más pobres y desvalidos. Por no olvidar en estos tiempos de crisis social a los abandonados, a quienes no tienen casa en la que quedarse. Por proporcionar alimento a quien no lo puede comprar. Por trabajar junto a las administraciones para que los pobres de entre los pobres tengan un lugar en el que ser acogidos. Por no perder ocasión para humanizar y dar calor en esta situación tan fría y deshumanizadora.

Gracias, párrocos y demás sacerdotes, por no desatender a vuestra grey en estos momentos tan delicados. Gracias por no abandonar a los fieles cuya atención os han encomendado. Gracias por continuar administrando la gracia sacramental a quienes lo necesitan y donde lo necesitan. Gracias por continuar con la celebración eucarística. Gracias, en definitiva, porque es vuestra medicina del alma la que nos hace sentir aún más cerca la gracia del Señor y su abrazo sincero.

Gracias al equipo de la Pastoral de la Salud. Por estar en primera línea: residencias, hospitales, clínicas... y no abandonar su puesto. Gracias por recordarnos que la salud necesita de un cuidado integral que va más allá de lo físico y de la psique. Gracias por hacer presente la Iglesia en el meollo de la cuestión, sin buscar protagonismos, pero sin huir de sus obligaciones.

Y, por supuesto, gracias a todos los católicos, con independencia de su estado o su modo de vida, por unirse en la separación orando por las necesidades del mundo. Por entender que hay casi más motivos que nunca por los que rezar. Por tener presentes tantas y tantas necesidades ‒por la curación de los enfermos, por el consuelo de los familiares, por los sanitarios y demás trabajadores, por los sacerdotes y voluntarios...‒ y tantas cosas que agradecer.

En estos tiempos tan difíciles, tan duros y, en ocasiones, tan incomprensibles, no hemos de olvidar nunca la fuerza de la fe. Ahora que nos vemos obligados a estar con nosotros mismos más tiempo, aprovechemos a acercarnos más a los otros y al Señor. Recuperemos nuestra espiritualidad, reforcemos nuestra relación con Dios y acudamos a él tantas veces como sea necesario. Y, sobre todo, ahora que el ruido del mundo calla, aprovechemos a vivir una cuaresma sobria y auténtica que nos prepare firmemente para la Pascua.


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