miércoles, 13 de octubre de 2021

Cereteando

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 Álex J. García Montero

Ambiente. Costaleros y público | Foto: Pablo de la Peña
 

13-10-2021

Fue en este verano pasado. Ocurrió el milagro…

Por quien no lo conozca, hay tradición taurina arraigada en prácticamente todo el sur de Francia. La diferencia en la masona République es que allí sí deciden bastante los aficionados y no hay autoridad, por muy estatal que esta sea, que se atreva con los cuernos.

Hay un pequeño pueblo en el sureste francés llamado Céret. Esta villa, antaño ligada a la corona aragonesa, fue incorporada a Francia en virtud del Tratado de los Pirineos, por el cual todo el antiguo Rosellón (Roselló en catalán) paso a manos gabachas allá por mediados-finales del siglo XVII. Como su nombre indica, su blasón luce orgullosamente la senyera aragonesa timbrada por unas cerezas. Tan importante es su catalanidad como su fruta.

Pues bien, en esta villa, el pasado verano, por fin, tras el encarcelamiento sanitario (muy necesario a mi parecer) se dieron toros. Hasta aquí, podría parecer una detención del tiempo culminada con la repetición del rito minoico.

Pero esta vez, los aficionados de Céret, decidieron apostar arriesgadamente por emprender un viaje a un pasado no muy lejano, pero convenientemente olvidado en el tiempo. Viajaron a los grabados de majos, chulos y cornúpetas goyescos, para demostrar que, si se quieren toros de verdad, hay que alejarse de lo que los aficionados venimos a llamar el toro artista (perfecta y falsamente maridado al gusto del torero artista), para enfrentarse a los genes primitivos del uro ibérico.

Y así, tras varias (arduas y tediosas) gestiones, ofrecieron un recital taurino extraordinario. Tres valientes espadas se enfrentaron a seis toros de la antiquísima ganadería de Reta (casta navarra).

Fue una corrida bronca, muy bronca, puesto que los toros (erróneamente tildados de mansurrones) no buscaron pelea, sino prender, coser y navajear el percal. Es decir, que, pese a lo acostumbrados a innovar en genética, manejo y comportamiento para «mejorar» lo existente, los de Céret acudieron a los genes euskaldunes, desbravados y profundamente maleducados de los de Reta.

Para algunos fue una corrida de solemne mansedumbre. Para muchos fue el resucitar no solo de la fiesta en pandemia (no tras la pandemia), sino el triunfar volviendo al origen. Y es que esos fieros toros, que recuerdan a los empleados en las batallas de toda la zona íbera contra el invasor romano, resultaron tan complicados que el triunfo de la Fiesta fue absoluto.

No digo que en España no se apueste por ese tipo de toro, pues ejemplos tenemos en el llamado «Triángulo del Terror» entre Madrid, Ávila y Toledo, con Cenicientos como máximo exponente. Pero concretamente de la casta navarra apenas se habían tenido noticias en los ruedos españoles, pues siempre se han dejado para correr en festejos populares, o funciones menores con más peñascos que tendidos, callejones y burladeros.

Entre la piedra franca de los barrios tormesinos llevamos años innovando anclados en un manierismo ultra barroco, centrándonos en hacer vida cofrade en las etílicas casas de hermandad, poniendo traje y corbata, celebrando primeras comuniones desde el Viernes de Dolores hasta Pascua, ensayando a costal y a lo que no es costal (cualquier día vemos martillear ruedas) por Rúa, Palominos, Trinidad o Trento… dando como resultado el arte que no es arte, sino gustos consumistas muy adecuados esto sí, para el turismo, el palco y su autoridad, el respetable foráneo, y cómo no, bonetes, birretes, bufandas, mitras y cabildos debidamente aleccionados en la pecunia de la indigencia. Y, ¡pardiez!, el resultado ha sido desastroso o como decía la fiscala, «éxito asegurado» (hacia el precipicio).

Recordemos cómo hay hermandades o peñas gastro-etílicas con el futuro más turbio que el precio de la luz, algunas se han jactado hasta de que «se fueron» (para no volver, como decía la canción) las religiosas que habitaban sus muros, otras que se han endeudado más que el Tesoro Público o, finalmente, algunas existen porque hay un nombre, un CIF (muy importante) y un registro de asociaciones vecinales, perdón religiosas, que así lo indican. Lo importante es que somos una ciudad con tantos mil penitentes y demás. Y con dieciocho cofradías. Y con penitenciales con tanta vida como el negocio que está enfrente de su sede canónica.

Y en vez de pararnos y revisar, seguimos innovando. Y, señores, aquí está todo inventado. Volver, volver, volver… a esos siglos pretéritos, tal vez broncos, pero hermosos, donde la penitencia, el silencio, el frío espiritual, los cantos, las oraciones, los sacramentos y sacramentales, la vida interior, lo lúgubre del sonido de una pequeña esquila de bronce es capaz de llenar las vacías almas del alma de una ciudad ansiada (en sentido charro) y hastiada de fastos.

Porque soplar y sorber no puede ser, porque no es posible hacer más horas delante de un televisor con las procesiones de Híspalis que frente a las devociones de cristos y vírgenes. No es factible sustituir hornacinas por hornazos y alcoholes varios.

Suerte que algunos en Céret apostaron por la casta navarra. Y también cordura por los que se la jugaron (y se la juegan) en Salamanca por continuar la senda marcada por la tradición de los siglos y el espíritu del Evangelio. ¿Mansos? Puede, pero no gilipollas.

Acabo de enterarme de un vídeo clip polémico (diría más bien obsceno) filmado intramuros de la Seo Toledana. Aquí, a lo mejor, les hubieran puesto alfombra roja carmín. Pues si de turismo se trata, antaño (no sé hogaño), esta semana, culminaba la bacanal cofrade de la faja y del costal.

Finalmente, ¿saben qué música abre el paseíllo de matadores y cuadrillas en tardes de corridas de toros de Céret? Els Segadors. Con un par de collóns.

 

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