lunes, 11 de octubre de 2021

Lignum Crucis, al cabo de quince años

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Tomás González Blázquez


 

 11-10-2021

Tras más de dos años de trabajo y esfuerzos por parte de unos y de otros presentamos una muestra centrada en el pasado de la cofradía, pero no anquilosada en este, sino proyectada hacia la sociedad de la que forma parte y hacia un futuro que, aunque siempre sea incierto, siempre significa esperanza.

Traigo como primer párrafo el último del texto introductorio a la relación de las casi cuarenta piezas expuestas. Lo pudieron leer en el tríptico que se les entregó, junto a su entrada gratuita, las cuatro mil noventa personas que visitaron la exposición Lignum Crucis organizada por la Cofradía de la Vera Cruz. La inauguró don Carlos un miércoles que era 4 de octubre, no por casualidad se puso la aventura bajo la protección de san Francisco de Asís, y se clausuró el domingo 29. Fue en 2006, quinto centenario de la cofradía. Han pasado ya quince años.

No sé si hablar de ello será interpretado como contar batallitas, pero aquello fue una guerra. Incruenta pero guerra al fin y al cabo. Si hasta el mismísimo Regimiento de Ingenieros nº 11 se sumó al zafarrancho… En eso se convirtió durante varias jornadas la capilla del Campo de San Francisco, que vio elevarse un andamio delante del retablo mayor de modo que, en una maniobra más propia de castellers que de nazarenos, la Inmaculada de Gregorio Fernández, toda una desconocida hasta entonces por los propios cofrades azules, tomó tierra desde su hornacina. Llegó sana y salva, a buen seguro, gracias a la pericia de los que idearon el protocolo, a la suerte de los que lo ejecutamos y a las plegarias de la madre Consuelo, que no quería ni mirar pero puso a toda la comunidad de las Esclavas del Santísimo a rezar por el buen desarrollo de los acontecimientos.

Cuando en aquellos días de principios del otoño el camión de Rober trasladó al Cristo de los Doctrinos y a media cofradía se nos manchó alguna prenda de pintura azul, enredados como estábamos con paneles y peanas, ya había detrás muchos meses de trabajo silencioso. Cómo olvidar la cantidad de medidas que pudo tomar y dibujos que pudo hacer mi buen amigo Jesús López, por entonces presidente de la Vera Cruz, que a su vez terminaban en el taller del bueno de Paco, a la sazón vicepresidente. Cada cual aportaba lo que podía: un rato en las tareas de montaje, coger la fregona, rematar un tablero, subir La Dolorosa por las escaleras, bajar el Sepulcro, atender a los visitantes en horario de mañana o de tarde, laborables o festivos, escoger y preparar la música ambiental, sugerir alguna cita bíblica para los rótulos, traer a sus amigos a la exposición y presumir de cofradía, recibir a un grupo de forasteros y compartir el orgullo de un patrimonio de toda Salamanca…

El comisario de Lignum Crucis fue Raúl Velasco, estudiante de Medicina cuando todo comenzó, hoy ya especialista en Medicina Familiar y en Pediatría y profesor de Historia de la Medicina en la Universidad de Salamanca. El título no era innovador, y no se manejaron otras opciones, pero sí resultó menos habitual la identificación del leño de la cruz con el leño verde representado por el Ecce Homo, el Cristo de La Caña que fue cartel de la exposición. Para octubre de 2006 la talla había sido restaurada, pero se quiso conservar la fotografía previa a la intervención, en un guiño evidente a uno de los objetivos del proyecto: que el rico patrimonio de la Vera Cruz fuese por fin conocido y, a partir de entonces, mejor conservado. Recogía esta alerta Paco Gómez en su crónica para El Norte de Castilla, en la que definió la exposición como «un apasionante recorrido por la propia historia de Salamanca a través de su cofradía más antigua, que durante estos meses ha protagonizado un emocionante programa de conmemoración de su medio milenio de existencia».

Rodeado de cofrades como estaba, Raúl supo ser, y así lo consideramos, uno de los nuestros. Su propuesta de relato, concebida desde fuera, fue respetada, y enriquecida desde dentro. Bien merecen ser recordados los didácticos paneles que diseñó, valioso apoyo a las magníficas piezas que pudieron exponerse (además de la Virgen de la portada, quedó la espina clavada de la pintura del Juicio de Cristo). La idea original ubicaba la muestra en el piso inferior del Palacio Episcopal, pero pocos meses antes de su apertura se informó de la ocupación por otra actividad (¿?); hoy parece que ese largamente esperado Museo Diocesano empieza, por fin, a ser una realidad.

Hubo pues que reajustar planos y perder espacio, lo que también redundó en la disminución de las vitrinas de documentos. Ese primer capítulo, «Salamanca, 1506», se sostenía en ellos, primorosamente colocados por Margarita Hernández. Luego venía el turno para esas piezas no procesionales menos conocidas, las de la Capilla: «La casa de la Cruz, la morada del Cristo»; con la Inmaculada como descubrimiento impactante. Un recorrido cronológico desde la Cena, representada en misales y vajilla litúrgica, hasta la Resurrección, daba contenido al tercero y más extenso de los capítulos: «Contemplando la Cruz: imágenes para la reflexión», cuya última estancia, sin duda mi favorita, definía una línea entre el Lignum Crucis, el Sepulcro vacío y el Resucitado, escoltados por San Miguel y Santa Elena, brazos de la cruz gloriosa y ya celeste. A modo de epílogo, «La Vera Cruz, ayer, hoy y siempre», que en realidad invitaba a un diálogo con los cofrades por allí presentes, para buscar las huellas de ese patrimonio de tantos siglos en la vida de una comunidad cristiana con sus luces y sus sombras, sus retos y sus esperanzas.

Catorce páginas de la Crónica Gráfica del Vº Centenario, publicada dos años después por Gabriel Alonso, nos ilustran ese intenso octubre que ahora evoco, y al que se sumaron la Diputación de Salamanca, que ayudó en le edición de carteles y trípticos, y aquella omnipresente Caja Duero, que hizo posible un catálogo más que digno, con sendos estudios sobre el Hospital de la Cruz y la Capilla, firmados respectivamente por el propio Raúl Velasco y Francisco Morales. Para redactar las fichas de cada una de las piezas expuestas el profesor Antonio Casaseca, gran aliado, recabó la colaboración «ad honorem» de muchos de sus compañeros, y nos puso en contacto con la entrañable Margarita Estella, toda una eminencia que escribió sobre el marfil hispano-filipino de La Lanzada. Doña Margarita, particularmente cariñosa con Raúl y conmigo, acaso por nuestra juventud y nuestra vocación médica que le recordaría a su padre, falleció en el inolvidable marzo de 2020. Otra persona fundamental, desde el primer embrión de Lignum Crucis, apenas recién aprobado por la comisión del Vº centenario, fue Paco Blanco, entonces al frente de la Fundación Municipal «Salamanca Ciudad de Cultura», que pronto respaldó una propuesta con materia prima de primera calidad y mano de obra llena de entusiasmo.

Sin ese espíritu difícilmente hubiéramos inventado tiempo donde no lo había, dejado apuntes de reumatología en la biblioteca para recibir a Eduardo Azofra y que descubriera marcas de platero en la cruz alzada, acudido presurosos a la sede de una célebre empresa para que amablemente se nos denegara la ayuda solicitada, soportado desaires donde menos debían aparecer, o celebrado goles de la desaparecida Unión Deportiva Salamanca en Zorrilla mientras la radio deportiva acompañaba en un domingo de hace quince años los últimos preparativos para que Culo colorao y Boca ratonera lucieran en todo su esplendor, esos mismos que, como aseguró una señora al verlos allí expuestos, «están todo el año en San Julián».

Claro que hacía falta aquella exposición trabajada artesanalmente, y harán falta más que cuenten la Vera Cruz, u otra cofradía, de diferentes maneras a través de su patrimonio artístico, documental, etnográfico… Ojalá, ya que no pudo ser en el 75º aniversario de la Junta de Semana Santa, también disfrutemos de una muestra que dé a conocer, sobre todo a los salmantinos, esta tradición tan hermosa. Pero, por encima de joyas escultóricas, hacen falta proyectos que, como ocurrió hace quince años, unan a los cofrades, les animen a sacrificarse un poco por su hermandad, les toquen la fibra y, en definitiva, les acerquen a Cristo, su Dios y Señor, el leño verde que en la cruz nos ama hasta el extremo.


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