miércoles, 29 de diciembre de 2021

Letra y espíritu del artículo 51

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 Tomás González Blázquez

Cristo de la Liberación | Foto: Manuel López Martín
29-12-2021

 ¿Y ese cuál es? ¿Un artículo de los estatutos de qué cofradía? ¿O estamos hablando de la traída y llevada Constitución, esgrimida cuando toca y cuando no? El 155 me quiere sonar pero del 51, ni la más remota idea…

Entre los setenta artículos de las Normas Diocesanas de Cofradías hay un quincuagésimo primero al que dedicaré mis letras juntadas de este mes, aun a riesgo de introducirme en un embarrado charco o de perderme en un laberíntico y frondoso jardín. El articulado de las Normas no se entendería sin el preámbulo («La cofradía, comunidad cristiana»), pero tampoco sin la introducción («Reconocimiento a las cofradías»), que dejan bien a las claras que el texto normativo parte de una valoración positiva del fenómeno cofradiero y de la religiosidad popular. El hecho de que el obispo Carlos López Hernández decretase esta nueva herramienta del derecho particular diocesano el 28 de junio de 2019 no encorseta la acción de las hermandades, sino que la orienta y da empaque, y le brinda un lugar relevante en el apostolado de conjunto de la Iglesia local.

No obstante, la recepción de las Normas, transcurridos más de dos años y medio desde su aprobación, ha contemplado desde la aceleración de algunas regulaciones de cofradías, siendo el caso de las peñarandinas el más llamativo, hasta la indiferencia de otras, que ni se han sentido concernidas por la convocatoria del primer Pleno de la Coordinadora Diocesana de Cofradías, ni han presentado sus cuentas, ni han elaborado su plan pastoral anual, ni han cuidado el itinerario de solicitud para organizar una procesión extraordinaria, anunciadas a veces en la prensa antes de haberse recabado la pertinente autorización episcopal. No han faltado tampoco los que observan en las Normas una intromisión «de la Iglesia», sentimiento a menudo fundado en una completa falta de identificación de los cofrades con lo que realmente son sus cofradías, instituciones eclesiales desde su origen. Subyacen, por tanto, ese rancio anticlericalismo que quiere a la jerarquía lejos de las celebraciones populares y también el victimismo de los que viven anclados en aquel tiempo en el que la jerarquía abandonó las celebraciones populares completamente a su suerte. Posturas ciertamente pasadas de fecha.

No debe extrañar, por tanto, que se pase de puntillas por el artículo 51: «Las condiciones de acceso a los cargos de la junta directiva estarán determinadas por los estatutos de cada cofradía. No obstante, los responsables de incentivar las candidaturas, en sintonía con el capellán, velarán para que todas las personas propuestas, además de su cualificación para el cargo a desempeñar, se distingan por llevar una vida cristiana (en lo personal, familiar y social) coherente con el espíritu del Evangelio y el magisterio de la Iglesia». Hasta aquí la letra. Se habla de promotores de candidaturas y del capellán, pero ante todo, con un contenido tan dirigido a la persona concreta, al cofrade que se postula para un cargo, el 51 es un artículo de discernimiento personal, para decidir en conciencia.

De vez en cuando, en algún que otro período electoral, generalmente cuando opta más de una candidatura, salta esta liebre. Cantaba Cecilia, cuando se refería a su célebre dama, que era «puntual cumplidora del tercer mandamiento, algún desliz en el sexto…». En «inconexo» lo dejó la censura, y es precisamente esta desconexión entre lo que la Iglesia afirma en su magisterio, lo que muchos cofrades viven y lo que muchas cofradías, por no decir todas, van esquivando en su día a día, la que desencadena pequeñas crisis preelectorales cuyo fondo nunca se aborda. Porque incomoda. Porque toca muy dentro de la persona y de su planteamiento vital. Porque es tabú y no somos capaces de hincarle el diente con el colmillo suave de la misericordia. Quizá tampoco yo acierte al traerlo aquí.

Ignorado, por supuesto el tercer mandamiento, que a pocos cofrades resulta imprescindible que su hermano mayor o su tesorero vayan a misa los domingos, no es raro que salten las alarmas ante candidatos casados por lo civil, o divorciados en nueva unión, y tampoco es infrecuente que se considere un aspecto sin mayor importancia. Según los casos. Lo que no varía, haya elecciones o no, es la escasísima atención en la formación propuesta por las cofradías, si es que plantean alguna, que se presta a las enseñanzas magisteriales de la Iglesia sobre la familia y el matrimonio, que no se conocen ni se valoran, ni se fomentan como claro camino vocacional para los cofrades jóvenes. Así, no es extraño ver ceremonias nupciales entre dos cofrades que se celebran en el ayuntamiento en lugar de ante la imagen de su devoción, junto a la que quizá se conocieron. En este contexto de secularización, tampoco son noticia las parejas de cofrades que conviven sin optar por el matrimonio. Incluso aplazan, o descartan, bautizar a sus hijos, aunque a lo mejor sí se han planteado tomarles medidas para un pequeño hábito penitencial. Puede ser esa una ocasión para un acercamiento desde la cofradía a esos miembros tan alejados de lo que la Iglesia sugiere y a los que quizá no se ha sabido llegar adecuadamente. Igual ocurre con los cofrades que viven crisis matrimoniales o separaciones, necesitados sin duda de un acompañamiento cálido y fiel que no suelen encontrar en sus hermandades.

Se corre el riesgo, obviamente, de reducir la coherencia de la vida cristiana a la vertiente puramente familiar. Sin embargo, se dan otras situaciones, como claras afirmaciones contrarias a la moral católica, descollando el apoyo que algunos cofrades expresan hacia leyes contrarias a la inviolabilidad de la vida humana desde la concepción hasta su fin natural. ¿Acaso caben el aborto y la eutanasia en lo que un cofrade puede entender como un mundo mejor? Y cuando se perciben como enemigos o se desprecia a migrantes, refugiados, extranjeros, pobres, e incluso se trata a otros cofrades con desdén y maledicencia…, ¿no se está ofendiendo al mismo Cristo? En el trabajo, en las relaciones vecinales, en el ámbito escolar, en la participación política o sindical, en la cultura y el ocio, en el manejo del dinero, en el afrontamiento de las propias debilidades, se puede dar testimonio de vida cristiana, sin uniformidad pero sí con fidelidad a unos valores, los del Evangelio, que se plasman también en otra gran desconocida por los cofrades, y en general por los cristianos, la doctrina social de la Iglesia. ¿No es un campo inmenso para formarnos y ejercitarnos en la práctica? Esto sí contribuiría al bien común, puesto en peligro por los más que vacíos liberalismo y progresismo que imperan en nuestro medio.

Como singular aliado en esta humana travesía contamos con el sacramento de la penitencia, todavía muy ausente en lo que nuestras cofradías ofrecen a sus miembros como apoyos para su encuentro cada vez más íntimo y fecundo con Cristo, un encuentro personal que se hace posible en comunidad. La mundanización a la que no escapamos los cofrades necesita de este abrazo misericordioso de Dios para que volvamos a él y reconozcamos en la Iglesia una madre que no consiente, ni reprime, ni castiga, ni esconde, sino que enseña, corrige, acoge, perdona y siempre ama, como sacramento de la unidad e instrumento de la redención.

 

1 comentarios:

  1. la religiosidad y la vida de cofradía, por desgracia cada vez mas lejanas......Habria que preguntar (en el mas absoluto anonimato) porque eres directivo de una cofradía, y nos sorprenderíamos mucho.......tanto que habria que eliminar esa candidatura

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