La celebración de la Navidad está íntimamente unida a la de la Semana Santa. Esto es algo que para cualquier cristiano medianamente formado resulta obvio. Sin la encarnación y el nacimiento de Dios no hubiera sido posible el sacrificio redentor de la cruz. Por ello, precisamente, en nuestra tradición religiosa hemos asociado la Pascua de Resurrección a la Pascua de la Navidad.
Pascua realmente hay solo una, la fiesta judía del paso. El relato original lo podemos leer en el libro del Éxodo, que nos narra cómo el ángel de Yavé pasó por Egipto e hizo perecer a los primogénitos de los opresores, liberando de tan cruel castigo a los israelitas que, siguiendo instrucciones, habían embadurnado los umbrales de sus puertas con la sangre del cordero sacrificado a toda prisa para cenar en la última noche de la cautividad. El faraón, conmocionado por la pérdida de su hijo, cedió al fin y permitió a los israelitas regresar a su tierra, pero al poco, cegado por la ira, se arrepintió y lanzó su ejército sobre ellos. Yavé entonces abrió las aguas del Mar Rojo y el pueblo de Israel pudo atravesarlo y huir mientras contemplaba, en su retaguardia, el terrible espectáculo de ver perecer ahogado al ejército más poderoso del mundo a medida que las aguas regresaban a su sitio. Los símbolos de aquella cena en Egipto, que son el cordero y el pan ácimo, quedaron para la pascua judía, la fiesta que conmemoraba este paso entre las aguas del mar y la liberación de la esclavitud. Los símbolos están también presentes en la última cena del Cristo entre los suyos, oficiada instantes antes de ser prendido y llevado al sacrificio, «sin abrir su boca; como cordero que es llevado al matadero», según preconizó Isaías (53,7).
Jesús murió cuando los judíos celebraban su Pascua y resucitó al tercer día, pasada ya la fiesta. Pero la terminología se mantiene en la celebración cristiana y pasa a ser la conmemoración del día más grande, el Domingo de Resurrección. De ahí la costumbre de felicitar la Pascua. En la tradición española se fue mucho más allá y en esa hermosísima asociación de la vida, la muerte y la vida renacida que tanta presencia ha tenido en nuestra religiosidad popular, Pascua pasa a ser también la Navidad. Incluso, por eso de la prolongación de los tiempos litúrgicos, se hizo costumbre a mayores hablar de la Pascua de Pentecostés, para el periodo que cierra el ciclo de la resurrección, y Pascua de la Epifanía, cuando concluyen los días de la Navidad. Esta última ha mantenido su denominación en la celebración castrense de la Pascua Militar, el homenaje al ejército español que se ubica en la efeméride de un hecho venturoso acaecido en tal fecha.
Juan Bautista Maíno, un pintor barroco de la primera mitad del siglo XVII, realizó para el convento de los dominicos de Toledo el retablo de las Cuatro Pascuas, que hoy puede verse en el Museo del Prado. Es un extraordinario testimonio de cómo ya en ese momento estaba totalmente arraigada en nuestra tradición la costumbre de celebrar las cuatro pascuas y asociar el nacimiento de Jesús el Cristo a su muerte y ulterior resurrección. Después solo fueron quedando la de Navidad y Resurrección, aunque desde hace unos años se ha recuperado también la costumbre de felicitar la Pascua por Pentecostés.
En sintonía con todo ello, surgió también el motivo iconográfico de los niños pasionarios. Aunque la asociación parece que se inicia con la devotio moderna, a finales de la Edad Media, en el arte se generalizan durante el Barroco. Se hicieron miles de figurillas, también pinturas, aunque menos, mostrando a Jesús niño con la cruz u otros instrumentos de la Pasión. España, naturalmente, se convierte en el territorio de referencia para estas representaciones. Y desde España se extiende a América, con obras tan llamativas como las del pintor novohispano Nicolás Enríquez, que con cierta ingenuidad nos muestra a Jesús niño dormido en la cuna sobre la cruz, mientras el precursor, un circunspecto san Juanito, da a entender señalando, aunque su cara refleje que no termina de entenderlo, que la cruz y la cuna van inexorablemente unidas, por muy crudo que el asunto pueda parecer. Resulta evidente que no pueden disociarse.
Como podemos ver con estos ejemplos, las pascuas, así en plural, están muy arraigadas en nuestra tradición. De ahí la costumbre, ya un tanto en desuso, de felicitarnos las pascuas cuando llegan estas fechas. Por ello deberíamos evitar que se pierda su uso, porque brota directamente del núcleo esencial de nuestra celebración religiosa y porque es una expresión muy hispánica, castiza incluso.
Estamos en tiempo, de manera que ¡felices pascuas!
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