lunes, 17 de enero de 2022

Pastori gratia, gregi obsequentia

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Paulino Fernández

Monseñor José Luis Retana celebrando su primera eucaristía como obispo de Salamanca
19-01-2022

Los últimos compases del año (litúrgico) que venció a fines de noviembre y los inicios del nuevo (litúrgico también) estuvieron marcados por una noticia clara que animaba los anodinos círculos cofrades, hasta entonces estancados en la dinámica que la pandemia nos ha instalado a los «capillitas». D. Carlos, el Obispo que tantos años nos ha acompañado, dejaba de serlo y le daría el relevo, como si de un traspaso de carteras se tratase, a D. José Luis, que lo era en Plasencia. Sin perder ni un solo segundo de su tiempo, muchos de los buenos cofrades afilaron sus lenguas, cual templarios con su espada camino a la cruzada, y comenzaron a cantar las desgracias del obispo saliente y a especular sobre cómo sería de cofradiero el nuevo. Bueno, nuevo en Salamanca, que ya lleva unos años ejerciendo este ministerio por nuestras vecinas tierras de Plasencia –y, por ende, de Béjar y arciprestazgo–.

Las conversaciones en muchos círculos cofrades han sido de auténticos correveidiles que repetían como papagayos lo que habían oído de sus pares placentinos –y eso con suerte, porque la mayoría jugaban al teléfono escacharrado remitiendo información de octava mano totalmente deformada– y de viperinos comentarios a un Obispo «saliente» que, después de dieciocho años al gobierno de una diócesis, ha tenido sus aciertos y sus errores, como todo ser humano.

El problema no radica en que se haga una valoración, faltaría más. El problema surge cuando la crítica no esconde más que el odio o el rencor, a menudo de manera despiadada, contra una persona por una serie de decisiones, que, en muchas ocasiones, no conocemos totalmente. Este error es mucho más grave si, en un caso claro de chovinismo cofrade, reducimos un episcopado completo a la supuesta relación que el mismo mantiene con las cofradías. Y peor aún será tratar de juzgar o elucubrar cómo será la acción de D. José Luis intentando abordarlo única y exclusivamente desde la óptica de su «relación» con las asociaciones públicas de fieles. Caer en esta tentación es errado desde dos perspectivas: primero, por lo que son las cofradías. Y segundo, por lo que es el Obispo.

En primer lugar, las corporaciones somos una parte de la Iglesia. No es la Iglesia la que se corresponde con una parte de las hermandades. Al contrario, ser Iglesia no es un accidente de nuestra esencia, si no la sustancia de la misma. Sin Iglesia no seríamos lo que somos, ni nos pareceríamos más que en unos signos externos que se tornarían vacíos e incoherentes. Sí, podemos ser una asociación pública de fieles sin tener una talla titular, sin un hábito o sin una procesión. Pero sin ser Iglesia... directamente no podríamos ser. Y, por ello, no existe una «relación» del obispo con las hermandades sujetas a su autoridad, según el Canon 312 y ss. Existe un nexo de autoridad, de atención espiritual y de gobierno. Estas palabras son denostadas en la sociedad actual, que tiende a considerar inexistentes las mismas. Y en las cofradías –o, mejor dicho, en algunos cofrades– se observa una suerte de mayo del 68 perpetuo cuando las abordamos como si «ellos» nos debieran algo a «nosotros», jalonando los pseudoargumentos de frases como «nosotros llenamos la iglesia en nuestros cultos» –¡cómo si buscar la santidad de sus miembros no fuese un fin de las hermandades y resultase una suerte de concesión realizada!–. Pero, por mucho que a muchos les produzca urticaria, la primacía del obispo en la diócesis es una realidad que asegura su pervivencia.

Porque, llegamos a otro punto clave, el obispo no es un primus inter pares en su diócesis. No. Es el sustento y clave de una de las grandes cuestiones que han mantenido inalterable e inalterado el mensaje a lo largo del tiempo: la sucesión apostólica. Los obispos, los επίσκοπος, cuya etimología significa «el que mira desde lo alto» o «el guardián»[1], lo son porque han sido llamados como tales –y ordenados– por quiénes ya se les había constituido en el ministerio apostólico. El obispo no es un mero administrador o el “hermano mayor» del territorio diocesano. Como decía Benedicto XVI, es el encargado, en el territorio que se le ha encomendado, de mantener y custodiar la Tradición que ha recibido desde los apóstoles. Sobre sus hombros descansa el peso milenario de transmitir la Palabra, con la ayuda del Espíritu, a una comunidad cristiana, como se hacía en los tiempos apostólicos. Debe mantener la fidelidad, suya propia y del pueblo que se le ha confiado, a la enseñanza y práctica de los apóstoles, el primer Colegio que el Señor reunió entorno a sí. En definitiva, como decía san Irineo, la sucesión apostólica en los obispos supone la garantía de que la fe que se transmite es la de los propios apóstoles.

Por ello, antes de juzgar y prejuzgar, es necesario comprender de qué hablamos. Antes de preguntarnos que hizo –o hará– el obispo por nosotros, preguntémonos que hicimos –y haremos– nosotros por el obispo, ya sea D. Carlos, D. José Luis o sus futuros sucesores. Como dice el título de este artículo: «al Pastor Gracia, al rebaño obediencia», y no al revés.



[1] C.fr. versión del NT en griego de 1 Pe 2, 25: “ητε γαρ ως προβατα πλανωμενα αλλ επεστραφητε νυν επι τον ποιμενα και επισκοπον των ψυχων υμων”.



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