viernes, 3 de junio de 2022

Desencanto

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 Félix Torres

Foto | Alfonso Barco
03-06-2022

No creo que se trate de astenia primaveral, que aún no he llegado a ese momento en que la necesidad de descanso y vacación superan a mis ilusionados esfuerzos por «hacer» nuevos profesionales versados en cualquiera de los aspectos de esa docencia en la que me desempeño para ganarme el pan.

No creo que se trate de una crisis de fe, en la que, por otro lado, llevo inmerso casi toda mi vida, pues en mi mente apenas se plantean dudas en estos momentos de tranquilidad creyente. No creo que sea algo que respire en casa, donde el ambiente cofrade invade todos los rincones como si todos los días fuesen cuaresmales en espera de nuevas procesiones. No creo que sea la edad, que, aunque ya comience a ver la vida en descenso, me encuentro como si apenas hubiera acabado de descubrir sus excelencias.

No creo que sea nada de lo anterior y, sin embargo, veo con claridad meridiana que algo ha cambiado. Que algo me ha cambiado.

Desde que conservo memoria, mi vinculación a la Semana Santa cofrade ha sido constante a pesar de algunos altibajos que, doy por supuesto, todos los que nos movemos en este mundillo hemos experimentado. Toda mi vida he participado en actividades organizadas por las cofradías y hermandades a las que he ido perteneciendo. Procesiones, actos de culto interno y externo, gestión, actividades lúdicas y culturales, tertulias, representaciones… son pocas las cosas que no hice en mi ‒creo que ya– extensa vida cofrade. Siempre dispuesto… o al menos eso creo.

Pero de un tiempo acá, esa ilusión infantil con la que veía todo lo relacionado con mis cofradías se ha ido perdiendo o, mejor expresado, se ha ido transformado en decepción, a veces anodina y las más, amarga. Compruebo, a veces en carne propia, cómo los errores se repiten y, lo que es peor, que quienes los cometen se enorgullecen públicamente de ellos sin que exista el menor de los propósitos de enmienda. Claro que, viéndolo así, esos errores dejan de ser tales para pasar a ser actos conscientemente malintencionados.

Veo que hay una semana santa (que no merece las mayúsculas) en la que se sigue tropezando en piedras que ya pasan por seculares en nuestro camino y que si alguien (yo diría que con criterio) se ofrece a retirarlas para así evitar nuevas caídas, se le recriminarán sus actos y se argumentará que esas piedras, que llevan ahí toda la vida, no pueden ser tocadas y no van a ser tocadas por… narices. Y así, con estas «razones», el espíritu cofrade se perpetúa en su propio aroma a rancio.

Quizá es que he abierto tarde mis ojos a la realidad cofrade, pero veo que los canes que nos manejan, desde una sombra cada vez más diáfana, ya ni se preocupan de cambiar sus collares, mostrándose ufanos aun estando en más de una tela de juicio. Que ya no se necesitan las barras de taberna para hacer de ellas mentidero pues las hemos llevado hasta lo más íntimo de nuestra cofradía. Dictaduras chabacanas que llevan a donde llevan: la ruina espiritual, corporativa y económica (y no siempre por este orden).

Puede que sea yo el confundido, pues soy muy consciente de que el número de tuertos es mayor que el de ciegos para ser reyes de este país de hueras estaciones de penitencia y sinsentidos públicos y privados. Así que me guardo mi desencanto y hago mutis por el foro en silencio, que para dar voces ya habrá quien se preste animoso. Me alejo tristemente decepcionado, esperando confiado en que solo sea otro de los altibajos de mi vida cofrade. Pero no lo creo.

 

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