miércoles, 8 de junio de 2022

Las etiquetas del dolor

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Ramiro Merino

Calle de Alepo | Foto: Franciscan Missions
 
 
 

 08-06-2022

La repentina y contundente invasión de Ucrania por parte de Rusia ha reavivado tensiones y conflictos que van mucho más allá del enfrentamiento entre los dos países. Revelan, como casi siempre, que la cuestión de fondo es la disputa entre las grandes potencias por ocupar un lugar preferente en el entramado. También que la quimera de un déspota puede llegar a ser absolutamente impredecible e incontrolable. Además aunque podrían citarse más cuestiones, algo evidente: Europa otorga una consideración preferente y privilegiada a los refugiados ucranianos. Y esto no es malo; muy al contrario, debería ser la pauta habitual. Pero, por desgracia, la tragedia que se vive en Ucrania la padecen más de ochenta y dos millones de seres humanos, según ACNUR. Seres humanos que tienen que abandonar sus hogares por guerras o persecuciones.

De repente los europeos hemos sentido muy próxima la amenaza del dictador ruso y se han encendido todas las alarmas. Y la guerra de Ucrania ha ocupado las portadas, los suplementos y los esfuerzos informativos de los medios de comunicación. Y tenemos nuestra dosis de información puntual y exhaustiva. Y procuramos atender y entender la trágica situación de los refugiados ucranianos. Y esto tampoco es malo, pero ¿qué hay de los que padecen situaciones similares o peores en Mozambique, Nigeria, República Democrática del Congo, ¿Mali, Chad, Somalia, Etiopía, Siria, Afganistán y tantos otros? ¿Es que duele menos su dolor? No; es lo mismo: lucha por el poder, deseo de riqueza, fanatismo religioso y cultural, heridas históricas revestidas de argumentos religiosos. Casi nadie conoce los mecanismos ocultos y las verdaderas razones, pero todos conocemos las consecuencias: dolor, muerte, aniquilación de los más débiles, de los indefensos, violencia desatada e indiscriminada, decapitaciones, secuestros, bombas, exilio, explotación sexual, hambruna, niños huérfanos y madres desesperadas, pueblos arrasados sin jóvenes y sin futuro.

Un amigo entrañable, sirio y natural de Alepo, me contaba ayer mismo la profunda tristeza que le produce pensar en lo que fue Alepo no hace mucho, una ciudad próspera, poblada y ejemplo de convivencia religiosa y cultural, convertida en un despojo triturado hasta la deformación extrema. El barrio de su infancia feliz es ahora un solar de pesadilla. Y, aun así, añadía una anécdota conmovedora: cómo al decirle a su hermana que se acordaba de ellos (que permanecen en Alepo) imaginando el frío que estarían pasando, ella le contestó: «nosotros pensamos en los que ni siquiera tienen paredes que les protejan». Todos sus sobrinos jóvenes han huido al Líbano, Jordania, Turquía por cierto, países que nos dan a los europeos una lección magistral de acogida.

Estos refugiados, estos perseguidos, estos maltratados, todos ellos son los olvidados de la comunidad internacional. Las situaciones que padecen son idénticas o peores que las de Ucrania, pero se han enquistado, no son actuales y no suponen una amenaza tan inminente para nuestra zona de confort. Pero no son los olvidados de Cristo, ni tampoco de la Iglesia. Jesús aceptó la Pasión, la agonía y el cáliz amargo de la cruz para padecer-con ellos, para morir con ellos, para resucitar con ellos. Frente a la arrogancia, el griterío, la violencia y la sinrazón se impuso para siempre la voz del amor, la justicia y la liberación. La Pasión de Cristo es la consecuencia de no ponerle etiquetas al sufrimiento y la injusticia; es el triunfo de un amor definitivo, radical e incondicional que no pide explicaciones ni papeles en regla. Es el modo en que Dios nos revela el sentido de la dolorosa desnudez desde el silencio, el silencio de la cruz. ¿Seremos capaces de no ponerle etiquetas al dolor?


 

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