miércoles, 30 de noviembre de 2022

Manual del mal cofrade

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 Conrado Vicente

Grupo de cargadores zamoranos ante el paso Retorno del Sepulcro, de R. Núñez | Foto: C.V.P.

A menudo me pregunto qué razones me impulsan a pertenecer a varias cofradías zamoranas, manifestar orgullo público por ello incluso en ambientes alejados de esta devoción, dedicar tiempo y esfuerzo a su difusión y exaltación y acudir, con religiosa puntualidad, a la procesión y a la merienda posterior en la Catedral, bien criticada en estas páginas. Más aún, en mi currículum incluyo relación de ellas, de las cofradías, no de las meriendas, en el apartado de otros méritos.

Me declaro bautizado y con todos los papeles en regla. Y admito, sin rubor, ser miembro de la Iglesia católica. No reniego de esas formalidades aunque mi situación administrativa esté más cerca de la excedencia, o casi, que del servicio activo. Agradezco y mucho haber sido educado en la tradición del pensamiento cristiano y haber recibido toda una herencia académica y cultural acumulada durante siglos de estudio y reflexión: «El cristianismo, que no es una filosofía, ha engendrado una filosofía» escribió el catedrático Ángel González Álvarez en mi libro de juventud de Historia de la Filosofía. No dudo en acudir a cuantas celebraciones religiosas considere que debo, en función de circunstancias familiares, sociales y festivas (un matrimonio, un fallecimiento, la fiesta del pueblo…) o, y esto lo hago últimamente, por razones demográficas; me explico: para que don Juanjo, uno de los curas más longevos en activo de España, con 86 años y más de sesenta de sacerdocio, no se desanime, y siga yendo a San Domingo a decir la misa dominical ante la media docena de fieles que acuden en invierno. También me gustan los belenes en Navidad.

Sin embargo, debo confesar que rezo el Credo con poca convicción y no me siento aludido por la llamada que obispos y cardenales lanzan a las cofradías para cumplir con la misión de la «nueva evangelización» desde «un ímpetu misionero». Y mira que los admiro, a los misioneros, no a los obispos, desde aquellos Aguiluchos que leía de pequeño. Como tampoco quiero que me partan la cara por ser «testimonio vivo de vida cristiana» en el «combate por defender y promover la dignidad de las personas, las familias y los pueblos a la luz de la renovada y relanzada doctrina social de la Iglesia». Primero porque cada día, según qué periódico lea, veo una cara distinta de la verdad y, segundo, porque llevado al extremo, o sea, sin fariseísmos, debería unirme a los ucranianos que ahora son los buenos y quienes necesitan recobrar su dignidad, o a cualquiera de las luchas contra los totalitarismos y la indignidad por todo el mundo.

Tampoco me atrae la participación activa en la vida eclesial (actualización sacramental, cursos pastorales…) que me exigen, y me aburren las catequesis incluso cuando se producen dentro de los actos de la hermandad, aunque guste de asistir al novenario de Nuestra Madre o cualquier otro culto, más por acompañar, escuchar al coro, y sentirme parte de una tradición de siglos que le hace bien a mi alma. Con bastantes años menos quizá hubiera probado suerte con las sesiones de la asociación Hakuna, pero ya no me veo con la guitarra a cuestas como hice en los años setenta, aunque nunca llegué, como soñaba, a las explanadas de Taizé.

Después de leer una interesante exhortación del cardenal Cañizares a los cofrades valencianos (Carta Pastoral a las cofradías, 2017), otros documentos parecidos (Ser cofrade hoy, del malagueño Pedro F. Merino Mata) o al repasar las Normas de las Cofradías de la diócesis de Salamanca, de las que ya opiné en otra ocasión, tengo la sospecha de que soy un mal cofrade porque no tengo alma misionera, no cumplo los mandamientos de la Santa Madre Iglesia ‒excepción hecha de lo relatado en el párrafo segundo‒ y no entro y salgo con asiduidad a las sacristías o a los salones parroquiales. En mi defensa aduciré que, de vez en cuando, tomo un vaso de vino con algún sacerdote bueno y no me avergüenzo de ello. Todo lo contrario.

Lo que a mí me gusta es salir en la procesión, participar de ese sentimiento de hermandad zamorana en torno a la identidad, la tradición y la fe, en dosis variables para cada cual; cruzar el Duero con La Esperanza, ¡menudo simbolismo!, y fantasear con alguna de sus damas de pies desnudos; llevar al Cristo de las Injurias hasta la Catedral con la conciencia de finitud que impregna la tarde del Viernes Santo; hacer mía la emoción infantil el domingo de estreno y laurel, y la pena de quien llora, al paso de la imagen, una ausencia en los banzos… Y me gusta abrazar a un pregonero amigo y coleccionar carteles; fotografiarme ante esas esculturas rancias y castizas de Ramón Álvarez y comer las sopas de ajo al amanecer con el Merlú convocando a los hermanos. Y me gusta… todo aquello que para los prelados, deduzco por sus recomendaciones, son aspectos que «desfiguran la propia naturaleza religiosa y cristiana de estas asociaciones», con lo que debo considerarme, tal como dicen, una de esas «personas, incluso hermanos o hermanas, sin duda bien intencionadas, de las cofradías, que han vaciado su contenido y sentido más verdadero y real y los han sustituido por sentimientos estéticos, por valores sociales o culturales, o por otros aspectos ajenos a la fe cristiana, a su experiencia o a su proclamación genuina y eclesial». Pues eso, ¡un mal cofrade!

 

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