miércoles, 4 de enero de 2023

Veedor y Ve-hedor

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Álex J. García Montero


04-01-2023

Aunque el final del año taurino llegó con la puntilla de la Feria del Pilar de Zaragoza tras un otoño veraniego e intenso en cuanto a festejos, el año civil, laico o secular, toca a su fin a finales de diciembre.

Parece que son fechas de contrataciones, pues las cuadrillas incorporan nuevos miembros (no miembras) a sus filas y se empiezan a perfilar carteles, ferias y fieras. El ganado bravo, con la presencia de veedores en las fincas y dehesas, forma parte de tratos de inmemorial prestancia entre toreros, ganaderos, empresas e instituciones.

El veedor, vocablo castellano antiquísimo, es lo más parecido a lo que en su origen etimológico significó la palabra «obispo», vigilante, del latín episcopus. En nuestro caso, también valdría inspector, pero con la carga que estos tienen, tanto en el ámbito educativo, exigiendo lo inexistente o en el ámbito impositivo, mostrando aquello de «Hacienda somos todos» (menos los golpistas y los corruptos, según el evangelio del PSOE y Podemos), nos resulta algo peyorativo su uso trasmutado.

No en vano, el veedor, era el antiguo inspector de educación que pasaba por escuelas, parroquias, lupanares y hospicios para dar buena fe de la mala praxis existente en dichos lugares. En los lupanares hacían también sus servicios los veedores sanitarios, más albéitares que otra cosa, entre la Ancha y la actual Ramón y Cajal, antigua Cuesta de Moneo.

De ahí que el término veedor haya quedado reducido, en la actualidad, a lo taurino, como un vestigio fósil de otra época donde había más vigilantes que vigilados, como sucedió en la II República, la Guerra Civil, la Represión hasta la inacabada Transición Apostólica.

El veedor, mandado por la Plaza, ahora empresas de rimbombantes nombres cercanos a un Tauricon Valley del Huebra, el Águeda y el Tormes, se encargan de ir reseñando lotes posibles que sean del gusto del matador, del presupuesto del empresario, de la casta de la feria y de, por qué no decirlo, de sus propias manías y querencias.

Hete aquí, que esta tarea, antaño fácil (no tan fácil, pues había que ligarla a un buen saber hacer y manejo del ganado bravo), ahora tiene unos componentes crematísticos complicados de conjugar, aunque sencillos de entender. Se pretenden escoger bóvidos imponentes en una apariencia impostada, que aguanten un mínimo de dos puyazos y que lleguen mansamente al final de la lidia, para que el matador esté tranquilo y no haya exigencia alguna. Y de paso, que los cuartos, esos que ponemos los aficionados, vía taquilla o vía jetilla, sean los mínimos de los mínimos, para que todos ganen, menos el toro y el público, que somos los que perdemos en esta litúrgica o paralitúrgica galaxia.

Recientemente, han nombrado pregonero. La Junta de Cofradías, y muy especialmente su presidente, reunidos solemnemente, ha decidido nombrar pregonero de la Semana Santa al alcalde de Salamanca, don Carlos García Carbayo. Y digo yo, que, para nombrar a este PPregonero, no hacían falta tantas alforjas; con un poco de graznidos de gaviotas, como expresó mi amigo Blázquez, hubiera sido suficiente para tan magno anuncio y consabida decisión.

Hay que decir que las gaviotas, como manifestó un columnista leonés, muestran su presencia en sitios insospechados. Y no precisamente cerca del mar. En tierra, en montaña, en sierra, en pueblo, en ciudad, en agua dulce, en agua salada, y en este caso en ciénaga y fango.

Sabíamos que, a nuestro presidente, por el cual, vaya por delante, siento especial admiración personal, le gustaban las cofradías fandango (las de camisetas de tirante y palmeo incesante), pero aquí, con la elección del PPregonero, hay cierta querencia por una visión fango de la Semana Santa.

Pase que seamos de Interés Turístico, porque de interés cofrade, ni llegamos por atisbo. Pase que los hoteles se llenen y que el jolgorio sea inmenso. Que la hostelería salmantina se hinche de ego en forma de cuantiosos euros en sus cajones (como cantaba la jota, aquello de «los curas y taberneros son de la misma opinión…»), pero que la Junta de Cofradías haya decidido poner, como cantaban los paisanos míos de Duncan Dhu, «Cien gaviotas dónde irán…», cuando hubo presidentes de Cara al Sol en el móvil, aderezado con percusión de ronquidos, que ni se atrevieron a politizar dicho acto en el curso electoral, aunque sí durante glaciares y helados lustros, tiene menos pases que los que Conrado, nuestro nocturno maletilla, quisiera dar a la cabeza de Islera, madre de Islero, que cuelga en la encalada pared del Museo Taurino de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla.

Pues sí, el PPregonero llega en un momento de alta crispación política. Donde los políticos, de diversos tendidos, callejones y andanadas, se significarán la próxima Semana Santa por acudir o desaparecer, adrede, de las protestaciones públicas de fe, estaciones de penitencia o para el vulgo de siempre, procesiones. Los de azul aparecerán, los de rojo apenas, salvo en alguna de barrio. Los de verde querrán ir encima de tronos y pasos, y los de morado se harán presentes de alguna manera ignominiosa. Los de naranja, no pudiendo prohibir nada, ni estarán. Y parece ser que el veedor en este caso quiere ser veedor y camada reseñada. ¿Puede afirmar el veedor que no aparecerá en los apuntes electorales del reseñado como PPregonero? Porque de lo contrario, el veedor reseñado se convertirá, verbi digitalis electio, en un ve-hedor de muladar y albañal.

Solo cabe un acto de sensatez y cordura por parte del presidente de plaza de la Casa de la Poridad del ágora charro: que se niegue a dar un pregón con las cartas marcadas. Porque, aunque don Carlos, al que aprecio y conozco, no lleve bufanda ni tenga puente con su nombre como en Praga, es el primero que debe reconocer aquello de más vale honra sin barcos que barcos sin honra. No está bien que reyes, sotas, caballos y ases lleven la sonrisa de Mañueco como marca de la casa. No es de recibo que los bastos trastoquen en gaviotas azules que donde excretan sus heces no queda ni el asfalto. Haga don Carlos leña de buena madera del árbol de su apellido. Quejigos, robles y encinas enseñorean la dehesa, cual almenas de castillo nobiliario venido a menos, con el noble toro como señor de sus dominios. Las gaviotas, para vertederos y cochambres.

De lo contrario, salvo que el veedor lo desmienta, la divisa azul celeste se clavará como una ignominia en la yema, y no precisamente de Santa Teresa, del morrillo de esta mancillada Semana Santa.

A todo esto, el gran empresario, y no precisamente la familia Chopera, Monseñor A-62, ¿qué tiene que decir? ¿Solo el silencio? El silencio es cómplice. En los toros, es anodino y sentencia aquello de «¡Buena voluntad, fracaso seguro!».

Frente al hastío, la politización de Barrio Chino, el fango del fandango y el lupanar antañón de Ancha, la Semana Santa, mal que les pese, es, y seguirá siendo de todos. Los pregones y los porvenires se escriben en las libretas de roídas hojas, como la vida misma y como hacían, hicieron y hacen los buenos mayorales, en la casa de cada uno o tras las tablas de un burladero carcomido de una plaza de tientas en papel, y no sobre un látex mistérico. Tampoco en la calle Concejo.

¡Feliz Año 2023 a todos! También a gaviotas y veedores. No a los ve-hedores.


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