Aunque el final del año taurino llegó con la puntilla de la Feria del Pilar de Zaragoza tras un otoño veraniego e intenso en cuanto a festejos, el año civil, laico o secular, toca a su fin a finales de diciembre.
Parece
que son fechas de contrataciones, pues las cuadrillas incorporan nuevos
miembros (no miembras) a sus filas y
se empiezan a perfilar carteles, ferias y fieras. El ganado bravo, con la
presencia de veedores en las fincas y dehesas, forma parte de tratos de
inmemorial prestancia entre toreros, ganaderos, empresas e instituciones.
El
veedor, vocablo castellano antiquísimo, es lo más parecido a lo que en su origen
etimológico significó la palabra «obispo», vigilante, del latín episcopus. En nuestro caso, también
valdría inspector, pero con la carga que estos tienen, tanto en el ámbito
educativo, exigiendo lo inexistente o en el ámbito impositivo, mostrando
aquello de «Hacienda somos todos» (menos los golpistas y los corruptos, según
el evangelio del PSOE y Podemos), nos resulta algo peyorativo su uso
trasmutado.
No
en vano, el veedor, era el antiguo inspector de educación que pasaba por
escuelas, parroquias, lupanares y hospicios para dar buena fe de la mala praxis
existente en dichos lugares. En los lupanares hacían también sus servicios los
veedores sanitarios, más albéitares que otra cosa, entre la Ancha y la actual
Ramón y Cajal, antigua Cuesta de Moneo.
De
ahí que el término veedor haya quedado reducido, en la actualidad, a lo
taurino, como un vestigio fósil de otra época donde había más vigilantes que
vigilados, como sucedió en la II República, la Guerra Civil, la Represión hasta
la inacabada Transición Apostólica.
El
veedor, mandado por la Plaza, ahora empresas de rimbombantes nombres cercanos a
un Tauricon Valley del Huebra, el
Águeda y el Tormes, se encargan de ir reseñando lotes posibles que sean del
gusto del matador, del presupuesto del empresario, de la casta de la feria y
de, por qué no decirlo, de sus propias manías y querencias.
Hete
aquí, que esta tarea, antaño fácil (no tan fácil, pues había que ligarla a un
buen saber hacer y manejo del ganado bravo), ahora tiene unos componentes
crematísticos complicados de conjugar, aunque sencillos de entender. Se
pretenden escoger bóvidos imponentes en una apariencia impostada, que aguanten
un mínimo de dos puyazos y que lleguen mansamente al final de la lidia, para
que el matador esté tranquilo y no haya exigencia alguna. Y de paso, que los
cuartos, esos que ponemos los aficionados, vía taquilla o vía jetilla, sean los mínimos de los
mínimos, para que todos ganen, menos el toro y el público, que somos los que
perdemos en esta litúrgica o paralitúrgica galaxia.
Recientemente,
han nombrado pregonero. La Junta de Cofradías, y muy especialmente su
presidente, reunidos solemnemente, ha decidido nombrar pregonero de la Semana
Santa al alcalde de Salamanca, don Carlos García Carbayo. Y digo yo, que, para
nombrar a este PPregonero, no hacían
falta tantas alforjas; con un poco de graznidos de gaviotas, como expresó mi
amigo Blázquez, hubiera sido suficiente para tan magno anuncio y consabida decisión.
Hay
que decir que las gaviotas, como manifestó un columnista leonés, muestran su
presencia en sitios insospechados. Y no precisamente cerca del mar. En tierra,
en montaña, en sierra, en pueblo, en ciudad, en agua dulce, en agua salada, y
en este caso en ciénaga y fango.
Sabíamos
que, a nuestro presidente, por el cual, vaya por delante, siento especial
admiración personal, le gustaban las cofradías fandango (las de camisetas de
tirante y palmeo incesante), pero aquí, con la elección del PPregonero, hay cierta querencia por una
visión fango de la Semana Santa.
Pase
que seamos de Interés Turístico, porque de interés cofrade, ni llegamos por
atisbo. Pase que los hoteles se llenen y que el jolgorio sea inmenso. Que la
hostelería salmantina se hinche de ego en forma de cuantiosos euros en sus
cajones (como cantaba la jota, aquello de «los curas y taberneros son de la
misma opinión…»), pero que la Junta de Cofradías haya decidido poner, como
cantaban los paisanos míos de Duncan Dhu, «Cien gaviotas dónde irán…», cuando
hubo presidentes de Cara al Sol en el
móvil, aderezado con percusión de ronquidos, que ni se atrevieron a politizar
dicho acto en el curso electoral, aunque sí durante glaciares y helados lustros,
tiene menos pases que los que Conrado, nuestro nocturno maletilla, quisiera dar
a la cabeza de Islera, madre de Islero, que cuelga en la encalada pared del
Museo Taurino de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla.
Pues
sí, el PPregonero llega en un momento
de alta crispación política. Donde los políticos, de diversos tendidos,
callejones y andanadas, se significarán la próxima Semana Santa por acudir o
desaparecer, adrede, de las protestaciones públicas de fe, estaciones de
penitencia o para el vulgo de siempre, procesiones. Los de azul aparecerán, los
de rojo apenas, salvo en alguna de barrio. Los de verde querrán ir encima de
tronos y pasos, y los de morado se harán presentes de alguna manera
ignominiosa. Los de naranja, no pudiendo prohibir nada, ni estarán. Y parece
ser que el veedor en este caso quiere ser veedor y camada reseñada. ¿Puede
afirmar el veedor que no aparecerá en los apuntes electorales del reseñado como
PPregonero? Porque de lo contrario,
el veedor reseñado se convertirá, verbi
digitalis electio, en un ve-hedor
de muladar y albañal.
Solo
cabe un acto de sensatez y cordura por parte del presidente de plaza de la Casa de la Poridad del ágora charro: que
se niegue a dar un pregón con las cartas marcadas. Porque, aunque don Carlos,
al que aprecio y conozco, no lleve bufanda ni tenga puente con su nombre como
en Praga, es el primero que debe reconocer aquello de más vale honra sin barcos
que barcos sin honra. No está bien que reyes, sotas, caballos y ases lleven la
sonrisa de Mañueco como marca de la casa. No es de recibo que los bastos trastoquen
en gaviotas azules que donde excretan sus heces no queda ni el asfalto. Haga
don Carlos leña de buena madera del árbol de su apellido. Quejigos, robles y
encinas enseñorean la dehesa, cual almenas de castillo nobiliario venido a
menos, con el noble toro como señor de sus dominios. Las gaviotas, para
vertederos y cochambres.
De
lo contrario, salvo que el veedor lo desmienta, la divisa azul celeste se
clavará como una ignominia en la yema, y no precisamente de Santa Teresa, del
morrillo de esta mancillada Semana Santa.
A
todo esto, el gran empresario, y no precisamente la familia Chopera, Monseñor A-62, ¿qué tiene que decir? ¿Solo
el silencio? El silencio es cómplice. En los toros, es anodino y sentencia aquello
de «¡Buena voluntad, fracaso seguro!».
Frente
al hastío, la politización de Barrio Chino, el fango del fandango y el lupanar
antañón de Ancha, la Semana Santa, mal que les pese, es, y seguirá siendo de
todos. Los pregones y los porvenires se escriben en las libretas de roídas
hojas, como la vida misma y como hacían, hicieron y hacen los buenos mayorales,
en la casa de cada uno o tras las tablas de un burladero carcomido de una plaza
de tientas en papel, y no sobre un látex mistérico. Tampoco en la calle
Concejo.
¡Feliz Año 2023 a todos! También a gaviotas y veedores. No a los ve-hedores.
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