viernes, 30 de junio de 2023

Falsa realidad

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Roberto Haro

Fotografía: Roberto Haro

30-06-2023

Llegó la cuaresma y con ella los cuarenta días donde las cofradías de nuestra ciudad terminaban de preparar todos los escenarios posibles ante la inminente puesta en escena que sería la Semana Santa. El desfile procesional. Tiempos propios de las cofradías con el culmen de la vida cofrade por excelencia, la exhibición y espectáculo en la calle, el aplauso agradecido y el acento extranjero por estos lares.

Y pasó la Semana Santa y llegó la Pascua, con sus varios actos y procesiones de glorias. Procesionitis, altares o cultos de dudoso gusto y temporalidad llenan, quieren llenar, esos huecos que no se sabe bien cómo hacerlo, si por arte, espectáculo, lucimiento, sentimiento o todo ello junto.

Y pasó la Pascua y llegó el estío; la nada cofrade.

El centro culmen de una cofradía de penitencia se ha movido recientemente en la historia desde los actos sociales, de acompañamiento al prójimo y de penitencia ideados por los cofrades fundadores siglos atrás –por cierto, personas clave en su momento sin las cuales nada habría tenido sentido– del propio y casi único acontecimiento, la procesión, que de entre todos puede tener una cofradía. Una procesión que estaba caracterizada originalmente por el anonimato de los cofrades, garantizado por la sobria túnica y el capirote con el antifaz que tapaba su rostro, dejando solo dos pequeños orificios para los ojos.

El penitente caminaba oculto física y espiritualmente durante el recorrido de la procesión, sin salirse indisciplinadamente del protocolo establecido. Como dijo Séneca en sus cartas filosóficas, «No suscita la admiración un solo árbol allí donde toda la selva se levanta a la misma altura».

Y es que esta actitud de disciplina, rigor, seriedad, tiene que ver con la actitud de los cofrades, durante el desfile, por la conciencia de ser miembros de una asociación de penitencia que realiza actividades en comunidad. Y así se comprueba el hecho de que, hasta hace pocas décadas, numerosos miembros de las cofradías provenían de una tradición religiosa con arraigo familiar, que educaba a sus generaciones en la búsqueda de llamada interior para mantener viva la fe. Hoy en día, en la mayoría de nuestras hermandades se ha perdido este legado y un sector importante de aspirantes, que antaño no estaban ni pensando en esa llamada, han entrado como elefantes en una cacharrería, tratando de imponer su modelo de vida y forma de exposición o escalada social, intentando ser alguien en la cofradía. Qué vidas más aburridas deben tener entonces.

Se puede tener una fe profunda y no ser miembro de ninguna cofradía, se puede asistir a oficios religiosos de forma habitual y no ser miembro de ninguna cofradía o, incluso perteneciendo, no desfilar. Pero hay algo que reta al creyente a involucrarse y participar en la hermandad: conocer su historia y, junto a la necesidad espiritual de reaccionar contra el torbellino del avance materialista, el egoísmo de los tiempos presentes y la indigencia mental actual, posicionarse contra ellos.

Para el miembro de una cofradía es tanta penitencia asistir como no asistir. Asistir significa penitencia física, silenciosa, piadosa. No asistir equivale a penitencia psicológica, dolor espiritual por no cumplir con las obligaciones de la cofradía. Y ambas son válidas y respetadas, interpretaciones únicas y personales de difícil comprensión para los extraños.

Eso es lo que debiera haber sido, pero no lo es. Todo ello es falso, o mayoritariamente no cierto.

Repasemos mentalmente la evolución de las cofradías, congregaciones y hermandades de estas últimas décadas y tendremos las repuestas. ¿Acaso no estamos construyendo nuevamente una falsa realidad cofrade?


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