Llegó la cuaresma y con ella los
cuarenta días donde las cofradías de nuestra ciudad terminaban de preparar
todos los escenarios posibles ante la inminente puesta en escena que sería la
Semana Santa. El desfile procesional. Tiempos propios de las cofradías con el
culmen de la vida cofrade por excelencia, la exhibición y espectáculo en la
calle, el aplauso agradecido y el acento extranjero por estos lares.
Y pasó la Semana Santa y llegó la
Pascua, con sus varios actos y procesiones de glorias. Procesionitis, altares o cultos de dudoso gusto y temporalidad
llenan, quieren llenar, esos huecos que no se sabe bien cómo hacerlo, si por
arte, espectáculo, lucimiento, sentimiento o todo ello junto.
Y pasó la Pascua y llegó el
estío; la nada cofrade.
El centro culmen de una cofradía
de penitencia se ha movido recientemente en la historia desde los actos
sociales, de acompañamiento al prójimo y de penitencia ideados por los cofrades
fundadores siglos atrás –por cierto, personas clave en su momento sin las
cuales nada habría tenido sentido– del propio y casi único acontecimiento, la
procesión, que de entre todos puede tener una cofradía. Una procesión que
estaba caracterizada originalmente por el anonimato de los cofrades, garantizado
por la sobria túnica y el capirote con el antifaz que tapaba su rostro, dejando
solo dos pequeños orificios para los ojos.
El penitente caminaba oculto
física y espiritualmente durante el recorrido de la procesión, sin salirse
indisciplinadamente del protocolo establecido. Como dijo Séneca en sus cartas
filosóficas, «No suscita la admiración un solo árbol allí donde toda la
selva se levanta a la misma altura».
Y es que esta actitud de
disciplina, rigor, seriedad, tiene que ver con la actitud de los cofrades,
durante el desfile, por la conciencia de ser miembros de una asociación de
penitencia que realiza actividades en comunidad. Y así se comprueba el hecho de
que, hasta hace pocas décadas, numerosos miembros de las cofradías provenían de
una tradición religiosa con arraigo familiar, que educaba a sus generaciones en
la búsqueda de llamada interior para mantener viva la fe. Hoy en día, en la
mayoría de nuestras hermandades se ha perdido este legado y un sector
importante de aspirantes, que antaño no estaban ni pensando en esa llamada, han
entrado como elefantes en una cacharrería, tratando de imponer su modelo de
vida y forma de exposición o escalada social, intentando ser alguien en la
cofradía. Qué vidas más aburridas deben tener entonces.
Se puede tener una fe profunda y
no ser miembro de ninguna cofradía, se puede asistir a oficios religiosos de
forma habitual y no ser miembro de ninguna cofradía o, incluso perteneciendo,
no desfilar. Pero hay algo que reta al creyente a involucrarse y participar en
la hermandad: conocer su historia y, junto a la necesidad espiritual de
reaccionar contra el torbellino del avance materialista, el egoísmo de los
tiempos presentes y la indigencia mental actual, posicionarse contra ellos.
Para el miembro de una cofradía
es tanta penitencia asistir como no asistir. Asistir significa penitencia
física, silenciosa, piadosa. No asistir equivale a penitencia psicológica,
dolor espiritual por no cumplir con las obligaciones de la cofradía. Y ambas
son válidas y respetadas, interpretaciones únicas y personales de difícil
comprensión para los extraños.
Eso es lo que debiera haber sido,
pero no lo es. Todo ello es falso, o mayoritariamente no cierto.
Repasemos mentalmente la
evolución de las cofradías, congregaciones y hermandades de estas últimas
décadas y tendremos las repuestas. ¿Acaso no estamos construyendo nuevamente
una falsa realidad cofrade?
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