martes, 19 de marzo de 2024

Wilde y la parábola del hijo pródigo

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 Álvaro Gorjón Losa

El regreso del hijo pródigo, pintado por Rembrandt en 1668 (Museo del Hermitage)

 19-03-2024

Muchos de los sabios que han poblado este mundo alcanzaron su sabiduría aprendiendo de sus pecados. Las generaciones humanas están llenas de hijos pródigos que a tiempo retornaron a sus hogares para encontrar a Dios aguardándoles con los brazos abiertos. «El Señor se alegra más por la conversión de un pecador que por la ascensión de cien santos al cielo». Esta afirmación, que puede leerse en alguna parte de La dama de las camelias, esconde el gran secreto de la misericordia del divino corazón. 

Preparando la Semana Santa en la iglesia de San Sebastián, hace unos días, el sacerdote leyó la parábola del hijo pródigo. «Es una de las más maravillosas y profundas obras que se han escrito nunca», dijo firmemente convencido desde el púlpito. No pude dejar de recordar las palabras de Wilde, hijo pródigo también, comentando aquella parábola desde su triste celda en Reading. Para Wilde, Cristo está mucho más cerca del pecador que del tedioso hombre probo.

«Convertir a un ladrón interesante en tedioso hombre probo no era el objetivo de Cristo. Pero de una manera aún no comprendida por el mundo él veía el pecado y el sufrimiento como en sí mismos cosas hermosas, santas, y modos de perfección. Parece una idea muy peligrosa. Lo es. Todas las grandes ideas son peligrosas.». 

Wilde prosigue diciendo que, en todo caso, el arrepentimiento es necesario porque de otro modo el pecador no podría comprender lo que ha hecho. Recordemos el credo wildiano: «El vicio supremo es la superficialidad, todo lo que se comprende está bien». Con la compresión del pecado a través del arrepentimiento llega la maravillosa conclusión de Wilde: el pecador de esta forma altera su pasado. Los griegos no creían que fuera posible, dice Wilde, pero Cristo demostró que no solo era posible, sino que el pecador más vulgar podía hacerlo.

Volvamos ahora a la parábola. En ella, como es bien sabido, hallamos tres figuras principales. El padre, el hijo pródigo y su hermano. Las relaciones entre ellos son fascinantes. El hijo pródigo, que egoístamente le pide al padre su parte de la herencia y la dilapida yéndose de él lo más lejos posible y cayendo lo más bajo, se da cuenta de que hasta los sirvientes de su padre tienen para comer y él no. Interesadamente arrepentido, regresa entonces a casa para pedirle que le admita entre sus esclavos. «El regreso lo motiva el interés», argumentan algunos, «no es un arrepentimiento sincero sino motivado materialmente por la necesidad de comer». Es cierto y, sin embargo, hay una humildad en la solicitud de incorporarse como parte de la servidumbre, un entendimiento de que se ha comportado de tal modo que no merece ser ya tratado como hijo. «El pecador ha de arrepentirse porque de otro modo no podría comprender lo que ha hecho». Hasta este punto es perfecta esta parábola. 

Vamos con el hermano. Este es el prototipo que Wilde englobó bajo el término de «hombre probo». Alguien que cumple y obedece, pero no lo hace de corazón. Por eso es incapaz de alegrarse cuando su hermano vuelve y solo fluye en él la envidia al ver los honores con los que se le recibe. Él, que ha «servido» durante todos estos años al padre, ¡y no ha recibido nada en comparación con aquel derrochador! Es una injusticia. 

He aquí la gloriosa contraposición entre los hermanos. Uno de ellos ha caminado por las sendas de la perdición y ha hallado el centro del corazón del padre. El otro, toda su vida a su lado, y no ha podido tocar nunca su corazón. Es de una sutileza psicológica increíble cómo el pecador tiene más cerca a Dios a través del arrepentimiento que ha de guiarle que aquel que creyéndose en la senda correcta no tiene la posibilidad de arrepentirse porque no ha llegado a pecar. Y, sin embargo, también él vive fuera de Dios, pues vive su relación como si fuese un amo al que hay que obedecer en lugar de un padre al que hay que amar. 

«Cristo, si le hubieran preguntado, habría dicho ‒tengo la certeza absoluta‒ que en el momento en que el hijo pródigo se hincó de rodillas y lloró, realmente transformó el haber dilapidado su caudal con rameras, y luego guardado cerdos y hambreado por las algarrobas que comían, en episodios hermosos y santos de su vida. A la mayoría de la gente le cuesta trabajo captar la idea. Me atrevería a decir que hay que ir a la cárcel para entenderla. Si es así, quizá merezca la pena ir a la cárcel.». 

¡Qué grandioso misterio! El pecador se vuelve santo con el arrepentimiento del mismo modo que el santo se vuelve pecador con tan solo un pecado. Y en el lado contrario al de Wilde y de tantos otros hijos pródigos se halla aquel santo de Tolstoi que tras toda una vida de heroica resistencia ante la carne decidió sucumbir a la tentación ya en su vejez. ¡Y eso que para resistir al diablo una vez se había cortado la mano!

 

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