Santísimo Cristo del Perdón, que procesiona en la tarde del Domingo de Ramos | Fotografía: Roberto Haro |
02 de mayo de 2016
Durante los más de cinco siglos de historia de nuestras cofradías y Semana Santa en general, muchos han sido los momentos de auge y esplendor que han pasado en su vida y entorno. Pero también hemos tenido que lamentar momentos duros, difíciles y de decadencia, en los que en algunos casos nos llevó hasta la extinción de hermandades.
El colectivo cofrade es un inmenso conjunto de seres humanos con múltiples y variadas mentalidades, motivaciones, diversiones o intereses. Desde aquellos a los que solo les gusta oír el sonido de las cornetas y tambores o meterse debajo de un paso, hasta aquellos que entienden que es un complemento válido en su vida espiritual como un cristiano.
Esta riqueza y pluralidad de sensibilidades y situaciones, que durante siglos han llegado hasta nuestros días, deben cuidarse y mimarse con unas normas elementales que eviten bajo cualquier precepto la perversión del concepto y sentido de las cofradías. Cuando ese sentido se pierde, nos encontramos con situaciones tan lejos del sentimiento cristiano que dicen defender estas instituciones como los vividos en la pasada Semana Santa.
¿Se tiene conocimiento –ya no me pregunto si acertado o no– de cuáles son los ideales que deben promulgar las cofradías? Si leemos los preámbulos y los primeros artículos de sus estatuto o normas veremos textos llenos de buenas intenciones y frases grandilocuentes que luego hay que llevar a la práctica. Y a estos textos es debido, precisamente, el hecho que salvaguarda la dimensión religiosa como esencia y fundamento de las cofradías, congregaciones y hermandades (y por extensión cualquier movimiento religioso), que es uno de los pilares fundamentales de las mismas. Quizá es el primero de los pilares. ¡Qué fácil es escribir los ideales de una institución, pero cuánto cuesta llevarlos a la práctica!
Tampoco debemos olvidar que las cofradías constituyen una tradición que nos legaron nuestros antepasados hace ya muchos siglos y que se ha de transmitir a generaciones venideras. Una historia que, con mayor o menor acierto, junto con las circunstancias sociales, culturales y económicas de cada etapa de la vida ha hecho que llegara, con dignidad, hasta hoy día. Dignidad: ¿conocemos el significado de esa palabra en el mundo cofrade?
Sí, esa dignidad que está por encima de cada uno de nosotros.
¿De qué sirve el valor histórico, social, popular –la llamada religiosidad popular– si no se es coherente con el sentido y significado manifestado anteriormente? Quien no tenga claro que las cofradías no son personalistas, ni pueden apropiarse de ellas, no entiende entonces la realidad intrínseca de estos movimientos. Realidad sagrada a la que se sirve de forma gratuita y que se recibió de forma inmerecida. Somos simples e insignificantes administradores temporales de una dimensión mucho mayor, de un hecho en la Historia que existió hace mucho, que vive hoy, y que seguirá latiendo (D.m.) sin nuestra presencia el día de mañana. Se transmite un deber, un honor de conservar y potenciar todo el patrimonio de la institución, ya sea material, artístico o espiritual de generación en generación.
Teniendo en mente estos dos principios básicos, hemos leído y visto a lo largo de la Historia muchas actitudes personalistas (y quizá hasta orgullosas) que son capaces de neutralizar a una institución durante años e impide que tengan una vida plena de hermandad y llena de satisfacciones. Se han de entender estas instituciones como algo que tenemos que merecernos; servir, y no ser servidos; ofrecer, y no imponer; desde el trabajo paciente y constante que puede llegar a considerarse ingrato. La religiosidad, de la que forman parte las cofradías, es para vivirla y sentirla, no para dar espectáculo.
Los cofrades debemos reflexionar sobre estos dos criterios fundamentales. No se duda que muchas cofradías realizan grandes esfuerzos; para ello se trabaja en promover devociones y sentimientos religiosos, compartidos y no excluyentes. Sin embargo, se debe estar alerta y vigilante para poder realizar una verdadera y auténtica valoración de la salubridad de nuestras cofradías, de su grandeza, de sus virtudes; del auténtico sentido de su naturaleza. Debemos estar atentos para que las instituciones sigan existiendo y dejando huella siempre y cuando no sufran esas patologías que perturban los fines que les tienen cometidas, siendo el lugar en el que Nuestro Señor nos invita a conocer y vivir su Evangelio en estos siete días más importantes para los cristianos.
Y es que en ellas no todo vale.
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