El Cristo de los Ajusticiados, en el humilladero de la Vera Cruz de Ávila |
11 de julio de 2016
A Maricarmen Jiménez, que lo puso ante mis ojos
En Ávila, y para su Semana Santa, es el Cristo de todos los Cristos, pero los de fuera hemos de descubrirlo medio escondido en su humilladero de la Vera Cruz, extramuros, al lado de San Vicente. La imagen, con un buen estudio anatómico, presenta unos rasgos estilísticos que la sitúan en el XVI, hacia la mediación si damos por cierto, según parece, que su propietario, el Patronato de la Santa Vera Cruz, la encargó al poco de su fundación. Llama la atención, ante quien se acerca por primera vez, la presencia de algunos rasgos que en nuestras tierras de Castilla testifican cómo el sentido dramático, casi trágico, con el que siempre hemos contemplado la muerte de Dios y del hombre no termina nunca de desaparecer en la iconografía de la Pasión, ni siquiera en ese siglo al que B. Benassar le dijo hermoso. Es como si el Renacimiento, con sus ideales estéticos, apenas hubiera querido detenerse por estos pagos a la hora de representar el misterio de la cruz. De esta forma, al contemplar al Cristo santo de los Ajusticiados, percibimos varios de los atributos que se definen en el gótico y persisten o reaparecen en momentos posteriores para acentuar el dramatismo de la escena. La cruz arbórea y nudosa, que aún verdea, con todo el significado antropológico que encierra, sugiere hasta en el inconsciente mucho más de lo que se piensa, igual que la corona de espinas tallada en forma soga trenzada.
A pesar de todo, y por muy fuerte que fuera la resistencia, la pugna entre la tradición y las nuevas ideas, bien conocidas y asentadas en la escultura abulense al principiar la segunda década de la centuria, ha de hacer necesariamente acto de presencia. Lo vemos, por ejemplo, en la composición. En este Cristo es serena, sin excesos, con la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha, sin caer, y la basculación, obligada por el uso de los tres clavos, es apenas perceptible, aunque sirve para recordar el equilibrio renacentista que, en este caso, se difumina ante una anatomía que tiende a enjuta por la deshidratación y sobre la que el autor señala, sin piedad alguna, las marcas del castigo y la tortura. Perdura, por tanto, esa morbosidad tardomedieval que se recrea en exagerar laceraciones, presentes ahora en hombros y rodillas, mucho más en la espalda, que se muestra casi en carne viva con los cuajarones y despellejaduras. Abunda la sangre, sobre todo en la herida del costado, cuyo reguero se prolonga hasta el muslo a través del espacio que se abre en un voluminoso perizoma, sujeto con cuerda, que avanza ya los gustos de tiempos contrarreformistas.
La imagen merece la pena y sugiere muchas cosas. La mirada de este Cristo, vidriosa entre los párpados entornados de unos ojos que ya no ven, sobrecoge a sus devotos mientras recorren, junto a él, con las primeras luces del Viernes Santo, el recinto amurallado de la ciudad teresiana en ese viacrucis de fervor que ha pasado a ser una de las estampas típicas de la Semana Santa de Ávila. Pero es, a mi modo de ver, cabe la Puerta de San Vicente, en la quietud de su humilladero, donde alcanza a descubrirse en plenitud cuánto puede llegar a decir la imagen de un Cristo crucificado. Sucede en todos los lugares, porque cada ciudad y cada pueblo tienen los suyos. También nosotros, en Salamanca, lo percibimos con las imágenes más destacadas. Alcanzan el momento cumbre y emocionan cuando las vemos en la calle arropadas por sus cofrades. Pero es en el día a día, en la soledad y silencio de sus capillas y oratorios, cuando en verdad se fraguan los fervores y las creencias, en sus distintos niveles, llevan al devoto a mirar la imagen, cara a cara, interpelando, buscando consuelo en la adversidad, suplicando hacia lo alto solo Dios sabe qué. Y hay imágenes y espacios que se prestan mejor para ello, como Ntra. Sra. de los Dolores en su camarín de la Vera Cruz, el Cristo de la Agonía Redentora en el crucero de la Catedral Nueva o Jesús, el Divino Redentor Rescatado, en San Pablo. De una u otra forma, quienes estamos en este mundo de las devociones populares lo hemos experimentado en más de una ocasión.
El hecho tiene sus interpretaciones, es cierto, y el discernimiento no es sencillo. Para algunos es autenticidad religiosa, sincera y sentida, para otros simples hierofanías o mera superstición vacía de contenido. Pero en todo caso, la conjunción de la imagen y el espacio, cuando se complementan, ayuda siempre a quien acude en la necesidad. Así sucede con esta imagen abulense de un Cristo muerto que ayudaba a bien morir a los sentenciados.
El Patronato ejercitaba la beneficencia, entre otras prácticas, con el acompañamiento y asistencia espiritual a los reos de muerte. De ahí que la advocación, muy poco usual, merezca al menos, pese a su carácter anacrónico, una consideración. El ajusticiado es un culpable sobre el que se ejecuta la pena capital en aplicación de la ley, según dice el propio término. Pero esta ley es la del hombre y por tanto, aun siendo justa, no es universal ni misericordiosa. Jesús el Nazareno, llamado el Justo en algún pasaje de la Pasión, había sido también un ajusticiado sobre el que recayó inmisericorde todo el peso del Ius romanorum. Llevar el consuelo a los ajusticiados, con la imagen del ajusticiado por antonomasia, por su simbología, era algo que iba mucho más allá de la puesta en práctica de varias obras de misericordia. Y no es asunto baladí, porque la analogía bien daría para una extensa reflexión antropológica con hondas derivaciones teológicas.
Por esto, por tantas cosas más, las imágenes tienen su sentido socio-eclesial. Lo reiteramos una y otra vez y continuaremos haciéndolo cuando haga falta. La plástica, la simbología, el entorno, las advocaciones y tradiciones a ellas vinculadas siguen diciendo muchas cosas al hombre hodierno. No podemos olvidarlo, ni eludirlo, ni renunciar a ello, tal como sucede con este Cristo de los Ajusticiados en Ávila, junto a la Puerta de San Vicente, en su humilladero...
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