lunes, 19 de septiembre de 2016

La cofradía ante una crisis informativa

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Abraham Coco

José de Arimatea sostiene el cuerpo de Cristo en el Santo Entierro de San Julián | Fotografía: Pablo de la Peña

19 de septiembre de 2016

El pasado domingo, en su "Verbolario" de ABC, Rodrigo Cortés definía la realidad como "una ficción consensuada". Un día antes, en una entrevista en ABC Cultural, Rogelio López Cuenca afirmaba: "Llamamos 'realidad' a una ficción dominante". Y aunque sus reflexiones iban por otros fueros, las traigo a este arranque del curso, que sigue con el carácter introductorio que Javier Blázquez le dio a su artículo inaugural.

La comunicación en las cofradías y su relación con el periodismo ha sido el hilo conductor de varios de mis escritos en esta pasionensalamanca.com que inicia su tercera temporada. Y así volverá a ser en algunas ocasiones a lo largo de esta campaña. Porque las hermandades, entre el puñado de cosas buenas que son, son noticia. Aunque no siempre del modo que al protagonista del titular le gustaría. Canales, tonos, sentidos, estrategias, nostalgias y excesos se irán combinando a lo largo de los próximos meses con la voluntad de compartir ideas que ayuden a digerir un nuevo escenario.

Pensaba, de entrada, a tenor del revuelo informativo generado este verano en Peñaranda de Bracamonte, sobre lo corto que puede ser el camino que lleve a una cofradía a la escaleta de de un telediario. No entro en valorar ni el hecho ni su relato porque ni el aprecio ni el corporativismo me permiten analizarlo con la distancia apropiada. Incluso pienso que carecería de sentido que así lo hiciera. Sin embargo, sí constato la situación de indefensión en la que instituciones humildes como nuestras cofradías se encuentran ante una crisis informativa de ese calado o, incluso, de más envergadura.

Con otros casos y en otros lugares ya sucedió antes: el grupo –de cofrades, de religiosas de clausura, de sacerdotes de una comunidad educativa, de parroquianos en general– se ve expuesto a focos (a veces por negligencia propia, otras por malentendidos ajenos, la mayor parte de las ocasiones por una combinación de ambos) que exceden los límites de la información local. Ésta, con sus vicios y defectos, suele ser menos invasiva y más delicada que la practicada, con más amarillismo que tacto, por alguna generalista.

El paisaje puede, fácilmente, desbordar a una hermandad pequeña, donde su vocal de comunicación –si lo hubiere– no tiene por qué tener preparación para encarar tamaña empresa, al igual que el resto de sus dirigentes, pese a sus aptitudes y su disposición. Pero sí la tienen o han de tener nuestras diócesis, cuyos responsables en estos ámbitos no debieran ser meros transmisores de datos, sino planificadores y auxilio. Y esta cuestión no debieran soslayarla ni las juntas directivas ni las autoridades eclesiales.

Los pasos en falso y descoordinados o la confianza de que ya escampará no pueden ser la solución. Las hermandades son Iglesia y, pese a su revoltosa y sana autonomía, deben sentir (y abrirse a recibirlo) el aliento superior en comunión informativa.


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