Un cofrade de la Vera Cruz reza instantes antes de comenzar la procesión del Lunes Santo | Foto: ssantasalamanca.com |
24 de marzo de 2017
Con la cercanía de la Semana Santa brotan, casi como las setas, las frases típicas y tópicas que defienden el valor y la necesidad de conservar nuestras tradiciones cofrades. Estos últimos días el secretario general de Podemos, ante el bulo reiterado de la supuesta oposición a la Semana Santa de este partido político, señalaba que su "padre vive en Zamora y hay una Semana Santa preciosa" y "no es solo una manifestación religiosa, sino también cultural que es interesantísima para entender nuestro país".
Esa declaración, acogida por lo general con entusiasmo, no deja de ser cierta, pero como todo requiere matizaciones. Las cofradías son un tipo organizativo propio de la Iglesia Católica, definidas como asociaciones públicas de fieles; por tanto el elemento de fe es esencial en ellas. Por ello los frutos que las cofradías generan deben comprenderse como manifestación de un grupo público de fieles católicos. Así ocurre con las procesiones de Semana Santa, careciendo de sentido fuera de este marco de eclesialidad.
¿Pero las procesiones también son cultura? Ciertamente la vivencia colectiva de la fe ha generado y genera cultura, es algo innegable. Pero es importante ordenarlo: primero es el fenómeno religioso, raíz que alimenta y da sentido, y después la manifestación cultural. Tal vez a los lectores pueda parecerles en un matiz insignificante pero en él las cofradías se juegan su auténtico ser.
Desde la recuperación de la Semana Santa como elemento turístico-promocional en los años 80, muchas instituciones han visto en la Semana Santa un fenómeno explotable. A priori esto parece un aspecto positivo, los agentes políticos apoyan –especialmente en lo económico– nuestras cofradías y todos salimos reforzados, hermandades y hosteleros. Pero las leyes del mercado, si algo dejan claro, es que toda transacción económica conlleva un intercambio de bienes. ¿Qué precio han de pagar las cofradías?.
Una primera respuesta, algo inocente, sería cuidar las procesiones, tener que preocuparse por mejorar y conservar las tradiciones; pero yo diría que el precio que pagamos realmente está siendo otro. En los últimos años se ha normalizado la presencia de cofrades vestidos (en ocasiones podría decirse que hasta disfrazados) en actos turísticos, la presencia de imágenes devocionales en actos culturales como atrezo, la intromisión de los ayuntamientos en la celebración de las procesiones, etc. Pero el precio más alto que se ha pagado es haber asumido en el pensamiento de muchos cofrades la idea de que participan de un acto cultural: presidentes de cofradías preocupados por la fama turística, juntas de cofradías pendientes de la ocupación hostelera o cofrades que ni tan siquiera se sienten interpelados por la figura de Jesucristo porque participan exclusivamente por tradición familiar. ¿Para esto están las cofradías?
La Semana Santa es poliédrica y no hay nada malo en reconocer su valor tradicional, cultural, económico o familiar, pero no puede ser lo principal, pues debemos cuidar su esencia que es la manifestación de pública de fe. Los valores de nuestras Semana Santas son como los frutos de un árbol, ni las mejores procesiones podrán florecer el día que pierdan definitivamente su raíz y base principal: Jesucristo.
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