viernes, 3 de noviembre de 2017

Vínculo de unión fraterna: la Eucaristía y las hermandades (I)

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P. José Anido Rodríguez, O. de M.

La capilla de Jesús Flagelado, en la Clerecía, acoge las eucaristías de la hermandad de la que es titular | Foto: Alberto Ramos

03 de noviembre de 2017

Todas las cofradías son asociaciones públicas de fieles que tienen entre sus fines la promoción del culto divino. A menudo esta promoción es identificada de forma unívoca con la celebración de la estación de penitencia o de distintas procesiones de gloria, rosarios... y, sin embargo, por esto, a veces se oscurece el principal culto al que está llamado a participar todo cristiano, situado en el corazón mismo de la Iglesia, la celebración de la eucaristía. Todas las hermandades, no solo las sacramentales, deben poner especial cuidado en la promoción de la devoción eucarística. Para analizar esta realidad me propongo, a lo largo de este curso, presentar la necesaria relación entre eucaristía y hermandades: primero, en el plano teórico, intentaré mostrar cómo la fraternidad se enraiza en la eucaristía; segundo, a lo largo de los siguientes artículos, me detendré en tres aspectos de dicha relación (la organización de los cultos y oraciones en la hermandad, la relación entre eucaristía de hermandad y eucaristía parroquial, y, por último, la celebración y participación en el Corpus Christi).

La vida cristiana tiene como culmen la celebración de la eucaristía. En ella Cristo mismo nos ofrece su vida resucitada a través de su cuerpo y su sangre. A su vez, esta entrega se convierte en fuente de gracia que inunda nuestra existencia y nos alienta en nuestra actividad cotidiana. De este modo, somos sostenidos y animados en el camino hacia el encuentro definitivo con el Señor. Estamos unidos a Cristo por el bautismo, y esa unidad por el Espíritu se edifica y refuerza por la participación en la eucaristía. No es esta una unidad individualista, intimista, pensada para la salvación personal aislada de la del resto de los hermanos. La unión con Cristo conlleva la unión con el prójimo: todos estamos llamados a constituir una única familia, una fraternidad que se manifiesta en la comunidad de la Iglesia. Una comunidad que se desborda para intentar abarcar la humanidad entera, en palabras de san Juan Pablo II, "la eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres" (Ecclesia de Eucharistia, n. 24). Esto no son solo bellas palabras con las que consolarnos en medio de la soledad. Es necesario tenerlo claro: más allá de la familia de carne y sangre que todos tenemos, la persona que está a nuestro lado en el banco de la iglesia, con la que nos cruzamos en la calle, son, en verdad, nuestros hermanos. Y como tales tienen que ser vistos y considerados.

Las cofradías son una concreción local de esa fraternidad universal que constituye la Iglesia. Formar parte de una corporación supone entrar en una familia, y esto tenemos que tenerlo presente siempre. Cuando surgen dentro de ella las dificultades y enfrentamientos, las rivalidades y celos que, por experiencia, sabemos que están siempre presentes en toda organización, debemos afirmar todavía con más fuerza esta realidad. Con un hermano se puede debatir, disentir, discutir, pero sigue siendo familia, a pesar de todo. Podemos preguntarnos dónde reside el fundamento último de esta fraternidad, aquello que la edifica día tras día: algunos dirían que una cofradía se cimenta en la común devoción a unas advocaciones del Señor y de su Madre, otros que en el gusto por la camaradería que encontramos en su seno, unos más en la formas populares que ofrece para vivir la propia fe. Sin embargo, siendo estos factores importantes, que contribuyen a la edificación de la fraternidad, no son la piedra angular sobre la que se levanta.

Afirma el Concilio Vaticano II que "no se construye ninguna comunidad cristiana si esta no tiene su raíz y centro en la celebración de la sagrada Eucaristía" (Presbyerorum Ordinis, n. 6). Y las hermandades no son una excepción, pretenden ser una comunidad cristiana en la que vivir la fe. Por eso duele ver cómo, en ocasiones, la capilla o la iglesia está semivacía, con ausencias incluso de quienes deberían desempeñar su función con compromiso ejemplar, la Junta de Gobierno. Tampoco debemos escandalizarnos: en una cofradía no todos tienen la misma implicación o presencia en las distintas actividades. Algunos solo aparecen el día de la estación de penitencia, otros acuden a las actividades sociales, son menos los que asisten a todas las eucaristías y cultos. Sabemos que esta es una realidad con la que habremos de lidiar siempre, el deber ser de las hermandades siempre estará lejos de su ser. Sin embargo, es una obligación de todas las Juntas de Gobierno, así como de los capellanes y directores espirituales, promover la formación de todos los cofrades para que valoren en su medida la importancia de la eucaristía.

La propia liturgia de la celebración nos lleva a fortalecer esa unidad de diferentes formas y en diversos niveles: en primer lugar, es un momento de encuentro y oración, de fe compartida, de reconocernos hermanos en el Señor reunidos en torno a su altar. Además, en segundo lugar, la hermandad se presenta, no como un grupo amorfo, sino como un cuerpo organizado. Si fijamos la mirada en las llamadas "funciones principales", la hermandad se dirige al encuentro del Señor en la eucaristía como un todo articulado: la presencia en pleno de la Junta de Gobierno, la protestación de fe... todo esto son signos que apuntan a la estrecha unión de quienes están celebrando el misterio central de su fe. En tercer lugar, las voces de todos los hermanos se alzan en común oración, los unos por los otros y por la Iglesia entera: en la oración de los fieles en la que respondemos a la palabra de Dios elevando nuestras súplicas al Padre; o en el Padrenuestro, verdadera oración de los hijos de Dios unidos en fraternidad. En cuarto lugar, en la misma plegaria eucarística, el momento más sagrado de toda la celebración, en el que el Señor resucitado se hace presente entre nosotros bajo las especies del pan y del vino, pedimos al Padre que la participación en ese cuerpo y sangre de Cristo nos congregue en la unidad. Por último, la comunión misma es la ocasión de mayor unidad entre los cofrades: la unión eucarística con Cristo, a través de Él, une del modo más estrecho a todos los hermanos.

Si fallamos en esto, ya podremos tener un desempeño en la calle ejemplar, que en poco nos diferenciaremos de una asociación cultural. Sin embargo, si el cimiento de nuestra fraternidad está asentado con firmeza en la eucaristía, todo lo demás se nos irá dando por añadidura como el río que mana de la fuente. Por esto, es responsabilidad de las Juntas de Gobierno planificar una formación atractiva que incida en este aspecto, una organización de los cultos que alimente la unión deseada, y una participación en las actividades de caridad que haga operativa esa fraternidad nacida del altar.

En los artículos siguientes, como he comentado, intentaré analizar algunos desafíos a los que la vivencia de la eucaristía se enfrenta en las hermandades.


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