Nuestra Señora de la Esperanza, en su paso de palio, en la madrugada del último Viernes Santo | Foto: Pablo de la Peña |
04 de abril de 2018
Cuando el pasado Viernes Santo, en la gran nave de la iglesia del convento de San Esteban de Salamanca, habiendo comenzado ya la procesión los hermanos y los pasos de Nuestro Padre Jesús de la Pasión, del Cristo de la Buena Muerte y de Nuestra Señora de los Dolores (La Piedad), Delfín, el capataz del paso de La Esperanza, indicase a quienes iban a efectuar esa primera levantada que esta se efectuaría como homenaje a Fernando Benito de Castro, hermano fundador fallecido el primero de mayo del 2017 y miembro de la Hermandad Dominicana durante más de 70 años, la memoria de quien esto escribe, hijo suyo y responsable en aquel momento de dar el golpe previo a la levantada, se deslizó repentinamente por el vertiginoso tobogán de la memoria mucho tiempo atrás.
No paró su recuerdo en 1984, cuando con 16 años se incorporó a la Hermandad Dominicana para salir junto a su padre, al que hasta entonces veía levantarse la madrugada del Viernes Santo e irse vestido, el cirio de la mano y el capirote verde bajo el brazo, para verle pasar por la Plaza Mayor horas después, junto a su familia. No, con la misma fuerza y el ímpetu que tiró de él hacia abajo al ver y sentir ascender todo el paso hacia el cielo en el mismo momento en que golpeaba el llamador, la memoria de quien esto escribe le lanzó esta madrugada esperanzada de 2018 hasta la que creyó que pudiera haber sido su primera madrugada en la fe; porque esta levantada, en recuerdo de su padre, arrastró sus ojos interiores hasta su abuelo, Juan Sahagún Benito Esteban, hermano fundador también de la Hermandad Dominicana en aquel año de 1944.
Juan Sahagún, "reclutado" por otros miembros fundadores que lo conocían por la taberna que regentaba, junto con su esposa Pilar de Castro Alonso, en la calle Santa Clara, a la que con asiduidad acudían algunos miembros del colectivo de la prensa y las artes gráficas, en cuyo seno surgió la Dominicana, fue el responsable de que su hijo también se incorporase entonces, pese a su edad, a la nueva cofradía, sin duda alguna con otros fines que no eran los de cargar, en concreto con el paso de la Virgen de la Esperanza como su padre. Precisamente este niño entonces, muchos años después, contaría en ocasiones a quien esto escribe cómo había visto décadas atrás las espaldas de mi abuelo, su padre, en carne viva debido a cargar con los pellejos de vino, sin que esto evitase, llegado el Viernes Santo, cumplir con su Virgen de la Esperanza.
Eran otros tiempos, otros hombres (y mujeres) y otras andas, pero la misma Virgen de la Esperanza (aunque cambiase la talla) y, sobre todo, la misma fe. Una fe que, por distintos caminos, me atrevo a decir que ha ido enriqueciéndose con el paso de las generaciones (aunque sé a ciencia y a fe ciertas que no he sido mejor hombre que mi padre) y que continúa dejando sobre los hombros de quienes la llevan la responsabilidad de legarla a los que vienen detrás. Solo cuando se comprende que la gracia de la fe actúa así: reclamando de un hombre la ayuda para el humilde oficio de la carga, y este instando a su vez a su hijo de apenas siete años para acompañarle de otro modo con un cirio, y juntos llevando a una tercera generación hasta una fe más amplia en la que, sin embargo, cabe también la Semana Santa, solo entonces se asumirá en toda su plenitud y riqueza el tesoro de la fe.
Nunca, hasta la reciente levantada, quien esto escribe dio forma a la sensación que siempre tuvo en torno a la compleja relación entre la vida y la fe, y cómo la primera sirve de cauce a la segunda, que se desliza a través de la vida y del tiempo como una ola en el mar. Así se forja, en aquella primera madrugada de la Esperanza, la del 45, a hombros de Juan Sahagún y otros hermanos, la ola de la fe que llega 75 años después hasta sus descendientes y que aún no avista la playa.
No es lo esencial de la fe la sangre, las cruces o las cadenas, no. Bien aprendido lo tiene quien esto escribe desde hace años, pero cadenas, cruces y sangre siguen siendo elementos de una vida a la que la fe intenta transformar. Si la Semana Santa no sirve para recordarnos que el dolor y el pesar pueden quedar atrás no sirve para nada; si, por el contrario, somos capaces de sentir la fuerza y el sentido que hay tras la espuma de una madrugada que llega hasta la playa de nuestra vida entonces, a pesar de todos los pesares del fervor semanasantero, habremos tocado el corazón atemporal de la fe en Cristo.
El pasado Viernes Santo, a oscuras ya el convento de San Esteban y viendo brillar a Nuestra Señora frente a la luna y la silueta catedralicia hacia la que encaminaba ya su marcha cruzado ya el portón dominico, agradeció en oración a Dios quien esto escribe aquella posible primera madrugada de su fe que protagonizaran entonces, sin saberlo, su abuelo y su padre.
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