viernes, 15 de febrero de 2019

El Diario de Juan

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Fructuoso Mangas

San Juan, junto a la Virgen de la Amargura y Dimás, el buen Ladrón, en la capilla de la Vera Cruz | Foto: Alberto García Soto

15 de febrero de 2019

La pequeña caja de madera apareció al deshacer un pequeño saliente de la pared medianera con el cenáculo. La excavación no tenía permiso de las autoridades de Jerusalén, por eso el encargado recogió rápidamente la caja sin hacer gesto ni comentario. Ya en casa vio que dentro había un rollo bastante bien conservado y escrito en caracteres griegos según le pareció ver. Lo primero, no decir nada a nadie por ahora. Era el verano del año 1892 y pensó que allí estaba envuelta su buena suerte. Meses después y tras varios intentos acabó vendiendo la caja por un buen precio en su opinión.

El rollo acabó valiendo casi cien veces más hasta acabar un siglo más tarde en el Biblical Museum de Nueva York. Contenía una serie de notas del evangelista Juan y aquí va una parte de su contenido. Se advierte el recurso literario y la ficción.

Yo, Juan, corría entre la gente por aquella estrecha calle tratando de encontrar a María, la madre de Jesús, que había salido con sus amigas hacia La Calavera, el lugar de los ajusticiados. Me resistía a creer lo que estaba pasando después de aquella noche de locura que acabó por la mañana con la condena del Maestro. Mientras corría con furia mirando a todas partes buscando a las tres mujeres recordaba la voz y el rostro de Jesús, por quien aposté la vida en la ribera del lago; no podía soportar la idea de Jesús muriendo en una cruz como un criminal y me imaginaba el dolor de María, perdida en aquellas calles desconocidas con sus amigas camino del monte Calvario.

Las alcancé a ver ya fuera de las murallas junto a la Puerta de las Ovejas; nos abrazamos nerviosos sin decir palabra y corrimos para adelantar a la gente que se dirigía formando un tropel hacia la parte alta de la ladera del monte. Alcanzamos al grupo que rodeaba a Jesús contenido por los soldados y apretados los cuatro intentamos acercarnos a él, que iba detrás del que llevaba el travesaño de la cruz. Con las manos atadas, lleno de polvo y de manchas de sangre, con la cabeza hundida mirando al suelo, caminando con pasos torpes, descalzo sobre un suelo áspero lleno de piedras parecía un condenado de tantos. 

Aquella visión fue como un rayo de muerte partiéndome el alma. Apreté los hombros del delgado cuerpo de María dándole ánimo y resistencia mientras Jesús ladeó ligeramente la cabeza y, deteniendo el paso, nos miró durante un momento inolvidable. Nunca jamás en mi larga vida dejé de acordarme cada día de aquel rostro y de aquella mirada. Fue un instante hasta que un soldado le dio un empujón y el encanto, por llamarlo así, se rompió para siempre. 

Vendría después a los pocos días su rostro transfigurado en aquella inimaginable sorpresa pascual, pero ese rostro humillado subiendo la ladera del Calvario y recogiendo todos los quebrantos habidos y por haber no se me quitó nunca de mi mente. Y en ese momento mi fidelidad a Él y a su Camino se hizo más grande que mi vida y no me abandonó jamás.

Entre llantos y empujones nos fuimos abriendo paso caminando cerca de Jesús rechazados por los soldados que impedían acercarse. Nos obligaron de mala manera a estar lejos mientras preparaban la cruz y, después de desnudarlo del todo, lo clavaron y ataron con cuerdas sus brazos al madero. Las tres mujeres eran María, la madre de Jesús, la otra María que era mujer de Cleofás y María de Magdala y daban gritos de dolor y se apretaban unas a otras buscando consuelo y refugio ante tanta desgracia, bajo la mirada curiosa de la gente que las señalaba entre el desprecio y cierta compasión.

Fue levantado en alto, gritó algo que me pareció adivinar y así se consumó todo. Pudimos por fin acercarnos y él, dándose cuenta de nuestra presencia, con un hilo de voz me encomendó el cuidado de su madre; eso estaba ya supuesto, pero me conmovió que en aquel momento tuviera ese detalle de amorosa y filial preocupación. Y por un momento con un lejano eco de Isaías el profeta tuve un atisbo de algo nunca antes pensado por mí, como si allí estuviera, entre cielo y tierra, muriendo entre estertores y desprecios, entre dos criminales que no paraban de dar gritos como locos, aquel Siervo de Yavé entrevisto y anunciado por los profetas; porque efectivamente él parecía aquel varón de dolores colgado de un palo como un desecho humano entre insultos y burlas de mal gusto.

No sé cuánto tiempo pasó, abrazados y en silencio como estábamos, con el alma en vilo y los ojos fijos en aquel que había sido para nosotros la Luz y la Vida, sin necesidad de confesarnos que los cuatro estábamos dispuestos a que él, su memoria, su vida y sus palabras siguieran siendo la luz y la vida de nuestras vidas. No hacía falta decirlo, lo sabíamos los cuatro. No sé cuánto tiempo estuvimos allí, en pie por fuera y en vela por dentro, hasta que llegaron algunos con José el de Arimatea que se iban a encargar de bajar el cuerpo y de darle sepultura. Ninguno de los cuatro, y María menos, pero yo tampoco, ninguno pensaba que todo había terminado.

Hubo un momento muy duro cuando vimos cómo los cuatro soldados se repartían los cuatro trapos que quedaban de su vestido, pero al ver la túnica entera y de una pieza se la jugaron a los dados, mientras María le decía a las otras: "Ese manto, que es muy bueno, lo corté y lo cosí yo para él hace dos años". Y los sollozos le apagaron la voz…

Luego ya, llegaron todos y hasta hace un momento en que empecé a escribir esto no hemos tenido ni un instante de reposo. Pero ahora, mientras escribo estas notas a la luz de un candil, tengo la impresión de que, sin que sepa ahora justificarla, ya escribiré un día de todo esto si Dios me da conocimiento, buena memoria y algunos pergaminos. Por ahora he comenzado este diario para ir recogiendo algunas cosas.

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