Detalle de la Dolorosa de la Vera Cruz, que abre la Semana Santa procesional en Salamanca | Foto: Roberto Haro |
12 de abril de 2019
"Y a ti misma una espada te traspasará el alma"
Lc 2,35
"Stabat Mater dolorosa / iuxta crucem lacrimosa"
Secuencia, s. XIII
Como prólogo y pórtico a las celebraciones de la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor, nos encontramos con el –ahora– desdibujado tiempo de Pasión que comienza el quinto domingo de Cuaresma. El viernes siguiente a este domingo es el viernes de Pasión, dedicado a la contemplación de los dolores de María. Se establece en paralelo al Viernes Santo, consagrado a la muerte de Jesús. Esta celebración sufrió una disminución en las sucesivas reformas litúrgicas que jalonaron el siglo XX: por una parte, se quiso dar más importancia a la celebración de la Virgen de Dolores el 15 de septiembre; por otra, eliminar las fiestas duplicadas. Así, en primer lugar, se rebajó su categoría a una mera conmemoración (1960) y, una década más tarde, en segundo lugar, se eliminó por completo (1970). Lo que en los laboratorios litúrgicos se destruyó, el sensus fidei del pueblo fiel lo mantuvo. En muchos lugares, la devoción popular conservó la celebración en memoria de los siete dolores de María. Al final, reconociendo su enraizamiento en los corazones de los fieles, el papa san Juan Pablo II repuso en la tercera edición del misal romano (2002) la oración colecta en honor a la Virgen de Dolores el viernes de Pasión. Este desarrollo muestra cómo la fe del pueblo, la piedad popular, es verdadero lugar teológico (Francisco, Euangelii gaudium, 126) y, una vez más, acaba por prevalecer (como sucedió también, por ejemplo, con la defensa y proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, sostenida por el pueblo y cofradías a despecho de muchos y santos teólogos).
La clave en la meditación de los dolores marianos nos la pueden dar las letanías. En ellas proclamamos a María, reina de los mártires. Esto podría entenderse en un sentido general: ella, en puridad, no fue martirizada, pero como madre de la Iglesia y reina de todo lo creado, es también Señora de los mártires. Sin embargo, no es este el modo en el que lo ha entendido el pueblo de Dios. El día de la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén, el anciano Simeón profetizó la espada que atravesaría el alma de María (una espada que, clavada en el corazón, es parte irrenunciable de la iconografía de nuestras dolorosas). Al pie de la cruz, acompañada del discípulo amado, la madre de Jesús recibe esa estocada y asocia su sufrimiento a la muerte de su Hijo. María sufre martirio en su alma al padecer el mayor dolor que puede sufrir una madre: la muerte del fruto de sus entrañas de un modo infamante, como inocente condenado. El Señor acepta su muerte, y se dirige con absoluta libertad a ella, como camino para quebrar las cadenas de muerte y pecado que atenazan a la humanidad. María con su dolor se asocia de modo indisoluble a la cruz y, así, colabora con nuestro Redentor en nuestra salvación. Un dolor que también tiene su camino, de ahí los tradicionales siete dolores: la profecía del anciano Simeón, la huída a Egipto, la pérdida del Niño Jesús en el templo, el encuentro con su Hijo camino del Calvario, la crucifixión y muerte de su Hijo, la recepción del cuerpo muerto de Jesús en sus brazos, y el entierro de Jesús y su soledad. Siete etapas que son siete puñales que se clavan en su corazón y que configuran su particular vía crucis por el que pasa antes de poder celebrar la resurrección gloriosa de nuestro Redentor.
En todas nuestras hermandades y cofradías, el dolor de María juega un papel fundamental: si contemplamos la pasión y muerte del Señor, lo hacemos de la mano de su su Madre, como el discípulo amado. En todas las escenas del misterio de la pasión, nosotros colocamos siempre a María, pues solo así mantenemos el valor suficiente para acompañar al Señor en su pasión y no abandonarlo. El nombre concreto que le damos a Nuestra Madre es secundario: puede ser el tradicional de Nuestra Señora de los Dolores, o puede hacer referencia a alguna de las virtudes, sentimientos o situación de nuestra Madre (Merced, Caridad, Consuelo, Piedad, Esperanza, Angustias, Amargura, Soledad...). Todos estos nombres son facetas del único amor de una Madre que pierde a su Hijo para salvar a sus hijos.
La sabiduría del pueblo santo de Dios ha mantenido la celebración del Viernes de Dolores: la contemplación de la pasión de María asociada a la de su Hijo nos tiene que llevar a estar, como Ella, unidos a la cruz de Cristo. El camino del Gólgota, es el camino que el discípulo amado recorre de la mano de nuestra Madre, es el camino que nosotros, de igual modo, debemos recorrer para llegar a participar de la resurrección de Nuestro Salvador.
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