El Cristo de la Agonía Redentora presidió El Poeta ante la Cruz en el coro catedralicio | Foto: Pablo de la Peña |
15 de abril de 2019
Sobre Hay un lento silencio de Francisco Mena Cantero
Hay un lento silencio, poemario que este año protagonizó el acto original y hermoso de El Poeta ante la Cruz muestra ya desde el título su singularidad. Su autor, Francisco Mena Cantero, como dice en el "Proemio" Javier Blázquez, es "uno de los grandes". Así lo demuestra a lo largo de los poemas que conforman un canto dolorido y una declaración de amor del hombre a Cristo. Organizado de manera ternaria, más un poema inicial y otro final, la obra se ve cruzada por una serie de símbolos clásicos presentes en el relato evangélico y en los textos bíblicos con los que el escritor construye una cosmovisión sagrada que habla de una verdad pasada por el corazón de quien la experimenta, el propio poeta. Constituido predominantemente por sonetos, Francisco Mena mantiene con ellos, en primer lugar, la musicalidad y la clasicidad que caracterizan esta composición poética a la que suma, en un segundo momento, la originalidad del uso de encabalgamientos abruptos frecuentes, con los que señala y pone de relieve semánticamente la brusquedad de una muerte injusta.Desde el inicio está el fulgor de la desdicha. Esa "lentitud" escogida para encabezar el poemario no es un estado del tiempo, sino de la emoción. Por eso aparece expresada mediante una acertada sinestesia de carácter abstracto que se extiende en varios de los poemas de la obra, y que habla de la ralentización y de la desesperanza que experimenta quien asiste a un dolor inmenso, el de la contemplación impotente de la muerte de Jesús, para la que no sirven las palabras. "Mi oración era solo un decir lento", escribe en el poema "Arrepentimiento". Es sólo eso lo que el poeta puede hacer, un "decir lento" porque en él se acumula la tristeza, la desolación, el desaliento incluso. También será lento el atardecer: "Atardecía el Gólgota muy lento", escribe el poeta en "Tormenta", donde la lentitud habla sin duda de la tensión agónica ante la espera de la consumación.
La contraposición de la luz y las tinieblas, presente en el texto bíblico desde el Génesis, pasando por los profetas, hasta el relato evangélico del día de la muerte y resurrección de Cristo, atraviesa como una saeta también toda esta obra. De esa manera se muestra intensa y vertebradora en el poema inicial "Vidriera de la Catedral", donde a la vez que se inclina simbólicamente ante el escenario en el que se lleva a cabo El Poeta ante la Cruz, anhelante Francisco Mena expresa su deseo de ser: "vidriera/ transparente a la luz". Es este un deseo de fusión y de identidad con la naturaleza lumínica del Amado. No otra misión puede ser la del hombre en la tierra, y tampoco otra se le ha concedido a la poesía más grande: "Y cómo desear ser yo vidriera/ si eres Tú Luz del mundo y de la vida", añade avanzado el poema y dirigiéndose, para concluirlo, ya al Cristo de la Agonía Redentora, protagonista desde el primer poema.
Toda la oscuridad se nombra apuntando a sus signos turbios en el mundo. La ceguera que consumió al hombre que vendió al Señor por "Treinta monedas de plata", como se titula uno de los poemas de la segunda parte, aparece señalada por el sonido del cuervo. "Un cuervo crascitaba", escribe el poeta, aludiendo al luto próximo, y también añade "oscuro vencejo", que sirve para aludir al pecado humano. Se despliegan entonces toda una serie acertadísima de metáforas oscuras que comunican la situación emocional del poeta, y también la de los protagonistas del relato evangélico y la de la propia historia: "es profundo el pozo y tan umbrío", "es como machacar en hierro frío", señala en "Hoy estarás conmigo".
Igualmente aparecen "noche", "tinieblas", "lado oscurecido" o "habitación umbría", que no hacen sino señalar la propia oscuridad de la tristeza. Incluso el hombre experimenta en su vida los procesos naturales de la sombra, en ese neologismo verbal, "atardecerse", tan creativa y magistralmente empleado, que muestra hasta qué punto el hombre se siente vertebrado por todo lo que le rodea. La muerte de Cristo oscurece el mundo con sus tinieblas y también el hombre se torna opaco interiormente en este proceso: "antes de atardecer, yo me atardezco", escribe el poeta. En este contexto en el que nos va adentrando el poemario, retorna como una campana, el sonido y la evocación, de nuevo, del primer poema, ese anhelo del poeta creyente por ser vidriera que refleje la inmensa "luz del mundo y de la vida" que es Cristo.
El agua y sus metáforas también ocupan, como no, un lugar central en este poemario tan tutelado por la Palabra, recordándonos de qué forma, en el inicio de los tiempos, el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas para fecundarlas. Más adelante, Jesús repetirá muchas de sus señales ligándolas al agua en sus múltiples y variadas formas. Entre ellas, especialmente hermosa esa llamada tranquilizadora a la calma con ese hermosísimo "soy yo". De aquí que Mena cruce el poemario con abundantes metáforas en las que el mar, sus olas, o sus vaivenes hablan de cómo es asumido el mensaje de Cristo por el hombre: "Una palabra tibia que navega/ en el vaivén del tiempo de ola en ola,/ si pronunciada apenas por el hombre."
Precioso es también, en este sentido, el poema "Ante el Cristo Yacente", en el que le señala "igual que un mar cansado", y del que afirma que "hoy eres mar muriendo abandonado". Un mar muriendo abandonado… la imagen nos retumba entre los labios tras leerla en voz alta, con el desbordamiento de melancolía varada que la imagen emana. Y no se puede obviar tampoco toda la simbología anudada al mar como imagen de la vida eterna. También en "Misterio de dolores" será el propio mar el que solloce humanizándose junto al hombre en su íntimo daño: "solloza el mar en tiempo naufragado".
Mientras la trama de la Pasión de Cristo nos sumerge en las tinieblas, todo el poemario va ascendiendo, a la vez, en luminosidad y en la procedencia de sus símbolos según avanza el tránsito de la muerte hacia la Luz. De este modo, si en la primera y segunda parte dominaban la mirada lóbrega y el corazón abatido, en "Azul-Mensaje", el apartado final del poemario escuchamos a toda la naturaleza hacerse una en alegría. En "Quédate con nosotros", mientras "caminan en silencio", "llevan puesta/ la esperanza otra vez, escrita en esta/ tarde que canta un pájaro sin nido". El dominio por parte de Francisco Mena de la retórica, y muy concretamente del léxico, permite que este alcance la altura del corazón del hombre, y escuchamos cantar al poeta y nombrar el "alto voltaje/ de este gran sacramento de alegría;/ de gozo y alabanza". Y el gozo y sus señales se acumulan: "El musical arpegio fue la vena/ transmitiendo aquel canto". Surge el vuelo y desciende el Dios al hombre: "Comed, éste es mi cuerpo", y sopla el viento y el "tiempo se deslía" y hay resplandor y cielo y milagro y hermosura…
Es mucho lo que se podría decir de este maravilloso poemario-oración. Pero alargar estas líneas solo retrasa el tiempo de la vuelta del lector a los versos de Francisco Mena Cantero. Y para eso se escribe esto, para dar la buena nueva que, de la mano de Hay un lento silencio y, una vez más, de la Real Cofradía Penitencial de Cristo Yacente de la Misericordia y de la Agonía Redentora, trae a la Semana Santa salmantina este poemario. Y para volver a leerlo, reposado el momento y pasada la Semana Santa. Termina el poemario con un broche final. Se trata del poema que da título a todo el libro en diálogo del poeta con Cristo. Desciende ahora otro silencio, lento, "como el vuelo de un pájaro invisible". Un hermoso endecasílabo surca el cielo del poema y lo resume todo dejándonos sobrecogidos: "hasta el volar la alondra es una herida". Hay palomas y también cansancio y humildad, y una profunda certeza que cierra toda la obra y que es un testimonio en voz alta para todos: "¡Qué triste sería que al llamar a tu perta/ no me reconocieras". Ha llegado el día último. Allí está el hombre y en sus manos, lo que ha sido su vida. Y su fe.
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