Especial Semana Santa 2020 | Miércoles Santo
F. Javier Blázquez
Cristo de la Agonía Redentora, que debería procesionar en la madrugada del Jueves Santo | Fotografía: Pablo de la Peña |
08 de abril de 2020
Hoy es Miércoles Santo y no salen las procesiones. Este año ninguna, en ningún lugar. El flagelo del coronavirus nos ha recluido por tiempo indefinido. Ya llevamos casi un mes y no sabemos cuánto quedará aún. La mirada de ese Jesús que recoge sus vestiduras tras los azotes hoy es reflejo de todos aquellos que sufren, los que padecen la enfermedad, aislados, los que quedan sin trabajo por la pérdida de actividad, los que no pueden trabajar porque todo está cerrado y ven cómo su vida se tambalea entre incertidumbres. Dios, ahora y siempre, es azotado en el hombre que soporta la tragedia de la desolación.
Hoy es día de lágrimas. Lágrimas que aparecen surcando el rostro de los familiares que entierran a sus seres más queridos sin el desahogo de un último acompañamiento en el velatorio, sin el consuelo del funeral. Son rostros nombres que todos llevamos en el corazón, como Javier en Compostela, María José en Ávila, Miguel en Peñaranda, Fernando y Marga en Salamanca… Al dolor de la pérdida se suma la impotencia de no poder estar, de no cumplir con algo tan humanamente necesario como el despedir a quien tanto se ha querido. Nuestra Señora hoy no llora por las calles de Salamanca, lo hace escondida y sus lágrimas son las de quienes ya no pueden ni llorar porque sus ojos se han secado.
Agoniza la noche del miércoles en Salamanca, madrugada hacia el jueves del amor. Cristo transita por las calles fantasmales sin nadie que lo lleve ni acompañe, sin nadie que lo pueda contemplar, sin nadie, sin absolutamente nadie. Un Cristo escuálido y enjuto, reseco por el sufrir del hombre, que es el suyo, muere en la cruz para que vivan los agonizantes, los 14000 que a día de hoy nos dejaron en España, los más de 80000 en el mundo. Miércoles de dolor y de agonía, la de tantos hermanos que la pasan sin los suyos, en la más inhumana y obscena de las soledades, esperando el alba de ese jueves fraternal que reconcilia al hombre con el Padre y el prójimo en la espera de la vida perdurable.
Mientras tanto, la muerte se enseñorea implorando su misericordia, la de Dios. ¿Tanto mal hemos hecho, Señor? ¿Por qué tanto sufrimiento? ¿Por qué tanto dolor? Sabemos que la respuesta está en nosotros, lo sabemos desde siempre y aun así nos revolvemos una y otra vez, olvidando qué es el amor. Pero es tan duro todo esto… perder al amigo sin poder despedirlo, sin mirar siquiera el féretro donde yace confiando en tu misericordia. Cuántas veces nos lo dijo él, nuestro Fructuoso del alma. Preguntemos al hombre, que Dios ya hizo su parte muriendo, que esto es ya es cosa nuestra...
Es cosa nuestra, porque la redención ya se consumó. En los tiempos históricos cuando estos llegaron a su plenitud, en la Semana Santa un año y otro y otro, aunque no haya procesiones ni te pueda ver siquiera en la catedral, Cristo mío, ni me dejen postrarme a tus pies el Viernes Santo para decirte sin que nadie pueda escucharlo, Señor, que aquí seguimos flagelados por la vida que se nos muestra maldita, con lágrimas transidas por el dolor, agonizando junto ti en comunión con los hermanos, mientras esperamos en tu misericordia la redención.
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