viernes, 19 de junio de 2020

Cristo de los Arrabales

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J. M. Ferreira Cunquero

El Cristo del Amor y de la Paz, en el Liceo durante el pregón de la Semana Santa de 2015 | Foto: Manuel López Martín

19 de junio de 2020

Cuando el presidente de la Junta de Semana Santa me preguntó qué imagen quería llevar al Liceo el día de mi pregón, sentí un gran placer al pronunciar su nombre.

El Cristo de los Arrabales, como dejé dicho y escrito en aquel inolvidable atardecer del año 2015, es la imagen que acompañó mi recorrido por los territorios cristianos que fui cruzando a lo largo de la vida.

Pero sobre todo emanan de su figura, con cierta angustia emocional, aquellos acontecimientos infantiles que, imborrables, aparecen cada vez con más nitidez en los archivos más selectos de la memoria.

La chavalería de aquel curso, del colegio desaparecido del Teso de la Feria, cantamos muchas tardes, rebosando ternura y complaciente inocencia, ante la imagen del Cristo en la Iglesia recientemente inaugurada del Arrabal del Puente: "Vamos, niños, al Sagrario, /que Jesús llorando está...".

Don Ricardo Blázquez (culpable de la fiebre inicial de mi escritura) fue capaz de hacerme ver cómo la cruz de la injusticia cae sobre los hombros de los desheredados de la tierra. Nos hablaba como hablan los maestros cuando tienen en el lenguaje del corazón el amor a la enseñanza. Nos hizo ver en el hombre que sufre al crucificado del Arrabal, dejándonos en el corazón esa puntada que siembra, en la niñez, la simiente que hace surgir el fruto de la solidaridad sobre el breve y vertiginoso carrusel de la vida.

En mis labios sigue vivo (lo he contado muchas veces) el sabor frío del mármol verdoso de aquel altar. Mi madre contaba que, dando mis primeros pasos, corría para ver y charlar con el fiel amigo que me esperaba en la cruz.

No habían pasado muchos años cuando, dirigidos por ese gran actor que es Vicente Hernández, todos los cofrades cantábamos, por el Puente Romano al Cristo, mientras vestíamos el hábito monacal que, por sencillo, resplandece como pocos en las negras entrañas de la noche: "Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo, perdónalo Señor...".

Cuando estaba diseñando la estructura del pregón, entre versos y recordaciones, esas vivencias me daban cierto pánico, al suponer que podría perder la compostura preso de una emoción incontrolable al ver a mi lado al Cristo del Amor y de la Paz.

El momento más impactante, que sobrepasó aquella puesta en escena tan espectacular que lograron los técnicos del Liceo, fue por la mañana, cuando lo vi entre ensayos de luces y sombras sobre el escenario. La imagen más importante que contemplaron mis ojos había recorrido el mayor trayecto de su larga estancia de siglos en Salamanca, para presidir el pregón que iba a pronunciar aquel niño que, prendado de su belleza, lo hizo suyo para sentir a su lado la soledad de la cruz.

En los primeros años de la floreciente etapa de la Hermandad del Cristo del Amor y de la Paz, aquel sacerdote inolvidable que fue don Rafael Sánchez Pascual, puso su empeño en hacernos comprender a los jóvenes cofrades, que aquella talla pequeña, pero impresionante por su valor artístico, no debería suplantar nunca al Cristo auténtico que nos espera en la eucaristía y en el alma de cualquier hombre que mirándonos a los ojos nos ruegue auxilio.


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