Cada cofrade de la Vera Cruz toma del hombro al hermano que le precede en la carga del Doctrinos | Foto: Alfonso Barco |
22 de junio de 2020
Tengo hambre. Con una lentitud que, en ocasiones, nos resulta exasperante, poco a poco vamos saliendo de nuestro encierro. El aislamiento va terminando y hay que retomar la vida. Afrontamos una normalidad que nos resistimos a que sea nueva, pero que tampoco puede ser la misma de antes. Tras más de tres meses (tengo grabada la fecha, 13 de marzo, en la que celebré por última vez en la iglesia, con pueblo, antes del encierro), volvemos a encontrarnos los unos con los otros, y tenemos hambre. Cuando pase el tiempo será interesante comparar las intenciones y deseos que manifestamos al inicio del encierro con las actitudes y resoluciones con las que salimos. Pero lo cierto es que, haciendo una breve evaluación, puedo decir que salgo con hambre. Con hambre de hermandad.
Si simplificamos mucho, demasiado quizás, en nuestras cofradías existen dos grandes grupos de hermanos: aquellos para los que la participación en la misma reviste un carácter más externo, cultural, y aquellos para los que ser cofrade es una manifestación profunda de su fe, de su ser. Y aquí está el problema con el que nos hemos encontrado: la fe no puede ser virtual. Durante estos meses hemos hecho un esfuerzo grande para evitar que nuestros lazos se disolviesen, para estar unidos en la distancia. Todos conocemos y hemos seguido las eucaristías por medios de comunicación y redes sociales, hemos recordado nuestras procesiones de otros años y hemos visto entrevistas y testimonios varios de distintos hermanos. Aislados como estábamos, nos hemos emocionado y hemos llorado... ante la pantalla del ordenador o del móvil. Pero esto no es suficiente, es solo un pálido reflejo de la experiencia real que supone encontrarnos juntos. De igual modo que la eucaristía en la distancia es solo un parche hasta poder encontrarnos con el Señor resucitado en persona, en la comunión, las actividades fraternas en las redes sociales solo pueden ser un anticipo del encuentro real, fraterno de todos nosotros.
La ausencia obligada a la que hemos estado sometidos ha aumentado –o debería haberlo hecho– nuestra necesidad, nuestra hambre, de encontrarnos, de vivir la fe como comunidad viva. Dábamos por supuesto muchas cosas: la hermandad, las celebraciones, el camino compartido. Y, de repente, de modo trágico, nos hemos visto privados de ellas sin fecha de retorno. Lo que no valorábamos por común, casi por vulgar, al perderlo, hemos visto que nos crea un vacío en el corazón, en nuestro interior. Un vacío que solo podrá ser llenado cuando restauremos la fraternidad compartida. Ni quiero, ni puedo caer en el discurso fácil de que de la pandemia vamos a salir mejores. No es cierto por más que lo deseemos. Si queremos cambiar, si queremos recuperar lo perdido, debemos, animados por el Espíritu Santo sin el que nada podemos hacer, ponernos en camino. Hay que hacer análisis y discernimiento. No se trata de que la pandemia nos haya hecho mejores o nos haya transformado, sino que el parón obligado, el curso casi en blanco, es una oportunidad para reemprender proyectos, para coger aliento, para renovar la fraternidad en nuestras hermandades y cofradías. Tenemos un tiempo nuevo para un nuevo comienzo.
Poco a poco tenemos que ir dando pasos. En primer lugar, sanar heridas. La fraternidad nunca será perfecta, pero debemos darnos cuenta de que los enfrentamientos no merecen la pena. Ante la pandemia y las medidas que tenemos que tomar y padecer, todo palidece. En segundo lugar, recuperar espacios y tiempos. La rutina anterior pudo hacer que nos hayamos alejado de los espacios comunes que todos los hermanos debemos compartir, de los tiempos y encuentros que ayudaban a forjar hermandad entre nosotros. Hay que volver a valorarlos. En tercer lugar, redescubrir la Eucaristía como el corazón palpitante de nuestras cofradías. Ante el Señor reencontraremos la fuerza y la gracia necesaria para evangelizar nuestras calles acompañando las imágenes de nuestros sagrados titulares. Sanar, reencontrar, adorar. Tres pasos necesarios para recuperar una normalidad que, nueva o no, debe ser más fraterna.
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