jueves, 9 de julio de 2020

Miedo a la normalidad

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Félix Torres

Los hermanos de Amor y Paz que portan la antigua campana de la iglesia realizan un descanso | Foto: Pablo de la Peña

09 de julio de 2020

Tengo miedo.

Desde hace ya más días de los que quisiera, tengo el miedo metido en el cuerpo y no, no es por contagios, ni mascarillas, ni distancias, ni virus, ni pandemias. Me da miedo la "nueva normalidad". Me aterroriza que nos hayamos instalado sin apenas rechistar donde ellos querían y, sobre todo, sin ver ni un atisbo de luz, siquiera, al final de este túnel cargado de síntomas asintomáticos, muertos no contabilizados, gobernantes dictando y pueblo asintiendo –no sé si espasmódicamente o con inmunidad de rebaño–.

Me da miedo que cierta cultura que no alcanza siquiera la categoría underground haya tomado las riendas del carro del que todos tiramos y, aprovechando coyunturas epidémicas, nos meta las manos hasta donde cualquiera de nosotros guarda lo más íntimo y sagrado.

Me asusta ver un futuro cada vez menos incierto en el que los escenarios, todos los escenarios hayan cambiado.

Escenarios de la mundana cotidianidad de nuestra cultura, como los teatros o las plazas de toros, han visto modificado casi sine die su estado de normalidad y todos, calladamente, lo hemos asumido como algo inevitablemente bueno para todos. Llenemos los bares, las terrazas, los paseos o las playas, pero no los teatros, ni los cosos taurinos,… ¡Ni las iglesias!

Y me sorprende que ahora, con pasmosa normalidad asumida casi inconscientemente, nos sentemos alejados en los bancos de la iglesia, no haya contacto entre fieles ni para desearse una paz necesaria o que la comunión pase de ser el acto fundamental y solemne de la eucaristía a una situación en la que participar del sacramento es casi una temeridad.

¿Es porque el Gran Hermano se preocupa de nuestro bienestar a costa de sus desvelos o son movimientos sibilinamente descarados de quienes nos manejan y que aceptamos sin apenas oposición? Contemos la fiesta según nos vaya en ella. Pero, ¡contémosla!

¿Y nuestra Semana Santa? ¿Nos lo hemos planteado?

Me asusta que en esta corriente de normalización social en la que la religión es un grano en el culo de la masa dominante, en la que la Iglesia es ninguneada por cualquier interlocutor, en la que se radicalizan los discursos sesgándolos hacia donde ellos quieren que miremos –…la labor social de la Iglesia no existe, Cáritas no es sino una ONG, el concierto educativo es un lastre que nos estamos quitando poco a poco…– estoy seguro de que la Semana Santa popular, la participativa, la de la calle, no va a ser nunca más como la conocíamos. Normas restrictivas, sanciones, ordenanzas y regulaciones, emitidas desde un gobierno protector que solo mira por el bienestar de sus gobernados, incluso a costa de incomodidades, contratiempos y sufrimiento, nos convencerán de que lo que no puede ser es hacer lo que hacíamos y, sobre todo, nos aleccionarán para que entendamos que lo hacen por nuestro bien. Siempre por el bien de los gobernados.

Si nos han tenido recluidos a su antojo durante meses, con la contradicción como norma y el control policial como seguro… qué no harán con algo como nuestras procesiones, nuestra Pasión, para las que tienen claro el acoso y derribo desde que mamaron sus primeras leches políticas.

Sí. Me da miedo y quisiera equivocarme, pero tengo la impresión de que una normalidad diferente, su "nueva normalidad", ha venido para instalarse entre nosotros sin visos de que en algún momento recuperemos al menos parte de lo que hemos perdido y, sobre todo, de lo que, si seguimos con esta actitud pascualmente ovina (otra vez la inmunidad de rebaño), vamos a perder sin remedio.

Intentemos adelantarnos a lo que se nos podría venir encima. Luchemos por no perder nuestra identidad. Porque, sea del sur o del norte, barroca o austera, esta es y será siempre nuestra identidad. Peleémosla.

Tengo miedo, aunque ojalá me equivoque.


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