Se nos ha venido encima sin apenas darnos tiempo a hacerlo real. En
apenas unos días nuestras vidas han cambiado de golpe y, seguramente, de forma
permanente. Al menos para mucho tiempo.
Pensábamos que iba a ser un susto llegado del lejano oriente y son ya
meses los que llevamos soportando a este coronavirus sin que alcancemos a ver
un momento final. Creíamos que el verano iba a parar la progresión y aquí
estamos, metidos en el otoño sin solución de continuidad.
Contagios y muerte a los que nunca nos acostumbraremos se ciernen sobre
nosotros. Un virus. Un maldito virus viene a obligar a todos a cuidarnos, a
distanciarnos en cualquier afecto y a cubrirnos la cara para proteger y
protegerse. Se hace hábito la mascarilla.
Una mascarilla –a la que no ha quedado más remedio que acostumbrarse– no
deja de ser sino un capuz de diario, un antifaz de andar por casa o un capirote
romo, casi verdugo, que nos está obligando a ver el mundo como si cada día
fuese día de procesión. Y a eso, nosotros, los cofrades, estamos acostumbrados
desde el momento en que hicimos nuestro primer recorrido nazareno.
Un capirote que hemos sudado en tardes de calurosa primavera o que nos ha
tapado del frío en madrugadas casi invernales, fue nuestra mascarilla en días y
noches de penitencia; una funda sin filtro que nos ha enseñado a ver el mundo
desde el interior. Casi como estas mascarillas que ahora se nos hacen capuz en
agosto y nos hacen vivir estos días como si anduviéramos en procesión. Una
procesión en la que rogaremos por la salud, que muchos están perdiendo hasta el
extremo, y pediremos por nuestros muertos, que ahora se acumulan sin que
podamos despedirlos como merecen y como dicta nuestra fe. Muertos en soledad y vivos
en soledad. Separados. Aislados.
Porque convertimos la mascarilla, que nos aísla y acerca a los demás a
un tiempo, en una barrera que tapa las caras, todas las caras, haciendo
nazarenos a todos, cofrades o no, para ver sin ser vistos. Cual capirote procesional
deja nuestros ojos a merced de las miradas de los otros. Miradas inexpresivas,
tristes, amargas, asustadas, valientes,… solo miradas. Lo único que no tapa el
capuz; lo único que dejamos ver tras la mascarilla.
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