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Si tuviese que decir cómo es la Pasión procesional en Salamanca, hablaría del viejo acento que, hurgando en los siglos, posa por estas calles la calma paz de una armonía que puede ser rozada en sus rincones. Diría que el calvario salmanticense abraza sombras que al anochecer cubren, cual si fueran susurros de misterio, con tenue sutileza en queda mansedumbre, el calmo aposentar de sus contrastes.
Diría que, apagados los oros que bajo el sol bruñen los inmortales lienzos, las calles, en acogedor anochecer, extienden la eternidad tallada sobre la epidermis de estas piedras.
Diría que el Cristo, los Cristos (F. Rodríguez Pascual, nuestro inolvidable contertulio, así lo decía) eligieron la crucifixión bajo las atalayas, para resucitar al tercer día en el corazón empedrado de estos entornos de ensueño.
Diría que la vivencia es única cuando logramos superponer cualquier imagen sobre el denso y espectacular encuadre que promueve la visión más estremecedora que pueda contemplarse.
Lo de menos es si la procesión no cumple las expectativas que pudiera demandar el semanasantero más exigente. En Salamanca hay que salir al encuentro de las emociones que brotan en momentos sublimes, cuando el recinto helmántico acoge, con la delicadeza de su monumentalidad asombrosa, una tradición excelsa, que después de varios siglos vive en el corazón del pueblo cristiano.
Y, en fin, diría
que al descubrir la sombra de cualquier talla en vaivén caprichoso de hombros cofrades, se incendia en el corazón de los adentros, la vida. La vida en ese latido del Cristo Redentor que, encarnado en el hombre, vuelve a nacer, en las calles de Salamanca.
“Calles de la Salamanca queda,
calles que bajo la noche en calma
surten nocturnas sus rostros de pena,
y a tu llegar, en lento mecer de andas
la noche contigo en la noche sueña..."
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