07-12-2020
«¿Que organicemos unas jornadas en la facultad en torno a las cofradías? ¡Anda, no digas tonterías!». «¿Crear una cátedra dedicada al estudio de la religiosidad popular? Venga, no perdamos el tiempo». «¿Pastoral cofrade? Uf, tú has debido usar incienso a escondidas…».
Durante décadas, piedad popular y ámbito académico han vivido de espaldas. Los teólogos y pastoralistas contemplaban la realidad cofrade como un fenómeno en vías de extinción y que no merecía la pena preservar. Quizá sin beligerancia ni hostilidad en la mayoría de ellos, que excepciones hubo y hay, pero sí desde esa postura indiferente de quien asistía al supuesto declive de lo que se tenía más por un uso o costumbre que por «una forma legítima de vivir la fe», como la ha reivindicado el Papa Francisco y los anteriores pontífices.
Esto, desde hace tiempo, ya no es así. Los que más reflexionan, profundizan en el pensamiento y ahondan en la manera de presentar los contenidos de la fe han revisado la postura predominante hacia la religiosidad popular y se advierte, en las dos últimas décadas, una creciente valoración del potencial evangelizador de las cofradías, no como meras puntas de lanza en la misión de la Iglesia sino como una riqueza en sí misma. Sin ser exhaustivo, sino limitándome a un listado recabado de memoria, resalto, por la notoriedad de su autor, aquel pliego de Vida Nueva aparecido en 2012 con la carta de Olegario González de Cardedal a un amigo sevillano: «Ser cofrade, un bello legado de futuro». En portada titularon «Cofradías, semilleros de fraternidad». Recuerdo cursos sobre cofradías y para cofrades en la Facultad de Teología de Granada, asignaturas sobre evangelización y religiosidad popular en centros de estudios teológicos como el aragonés, dependiente de la Universidad Pontificia de Salamanca, o unas jornadas orientadas hacia los sacerdotes y su quehacer pastoral, convocadas el pasado año por la Facultad de Teología de San Dámaso, en Madrid. También han ido aumentando los libros publicados, entre los que debe citarse como una de las más recientes firmas al cofrade y jesuita Daniel Cuesta, columnista en esta revista digital.
Por supuesto, no pueden olvidarse los esfuerzos hechos a lo largo de los años en los diferentes congresos nacionales e internacionales de cofradías, los encuentros nacionales con carácter anual, o los de hermandades por advocaciones o por regiones, en los que siempre ha habido espacio para aportaciones científicas muy dignas de reconocimiento. En lo que se refiere a Salamanca deben destacarse el IV Congreso Nacional de Cofradías de Semana Santa celebrado en 2002 y el congreso «La cruz: manifestación de un misterio», organizado en 2006 dentro del programa conmemorativo del Vº centenario de la Cofradía de la Vera Cruz. En el segundo actuó como organizadora la Cátedra Claret de la Universidad Pontificia de Salamanca, si bien su actividad parece hoy muy mermada. Ambos congresos vieron sus actas publicadas, lo que no se ha conseguido en muchos otros encuentros cofrades. Reunir toda la documentación generada en ponencias y comunicaciones, quizá con un compendio anual o bianual, sería un gran avance para el intercambio de reflexiones y hallazgos en los diferentes campos: historia, arte, pastoral, organización, etc.
Ciñéndome a lo más reciente, corresponde un comentario sobre el número del pasado noviembre de Sal Terrae, la revista de teología pastoral editada por el Grupo de Comunicación Loyola. «Mundo cofrade. Posibilidad pastorales» es el título de este volumen de la publicación de la Compañía de Jesús. El primer artículo es un apunte histórico de la profesora María del Mar Graña, que sostiene que «tres de las más decisivas claves de la evolución cofrade han sido su doble carácter laico-religioso y su consiguiente posición ambigua respecto a las esferas eclesiástica y civil, sus afanes de autonomía y su gran proyección social». El profesor Diego Molina SJ reflexiona lúcidamente sobre «Oportunidades y debilidades del mundo cofrade para una vida cristiana». Entre las primeras, explica cómo las hermandades pueden actuar como parroquias personales y lugares de transmisión de la fe. En cuanto a las segundas, aborda el sentido de pertenencia eclesial y el peligro de la superficialidad de la fe. Por su parte, la dimensión artística y devocional es la encargada al profesor Miguel Córdoba SJ, que además de un pertinente repaso histórico no esquiva la cuestión de la implicación religiosa del artista o el papel de las redes sociales en la relación con las imágenes sagradas (pone el ejemplo de la llamada Virgen del Confinamiento).
Por último, Antonio Bohórquez SJ hace una gran aportación con su trabajo «La piedad popular: agente y sujeto de evangelización». Apoyado en el magisterio papal, se pregunta: «¿Podría ser la piedad popular, además de un agente evangelizador hacia fuera, un elemento que ayudara a la propia Iglesia a ser más fiel al evangelio?». Bohórquez, en breves páginas, termina presentando lo esencial de la vida cristiana a la manera cofrade, sostenida en el culto, la formación y la caridad, y con una conclusiva reivindicación de la belleza como camino hacia Dios, no solamente en la esfera sensorial sino también en los valores de cohesión familiar y social inherentes a la piedad popular. Una lectura personal y reposada de su artículo y un diálogo posterior sobre él se me antojan imprescindibles en cada una de las juntas directivas de nuestras cofradías.
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