23-12-2020
Mi fisioterapeuta, un joven voluntarioso cuya habilidad para atenuar las dolencias que me aquejan es indudable, suele a veces poner cara de póquer con las respuestas que le doy. Él me recibe jovial, con la esperanza de que el tratamiento haya mejorado las cosas, y yo me presento lacónico y circunspecto, entre resignado y alterado porque las molestias no han desaparecido. Y debe pensar: «Pero tú, ¿te crees que soy el fisioterapeuta o la Virgen de Lourdes?» Es en ese momento cuando empiezo a ser consciente de la radical injusticia que supone mi comportamiento, e inmediatamente trato de disculparme, reconociendo su buen hacer.
Y es que nos cuesta un mundo aceptar el dolor. Se ha generalizado en nuestra cultura la idea de que podemos y debemos evitar el dolor en cualquiera de sus manifestaciones. No hay más que ver cómo proliferan los libros, tutoriales y herramientas de autoayuda que nos muestran la vida sin dolor y sin preocupaciones. Para todo se nos ofrecen remedios y soluciones. No aceptamos la fragilidad y, cuando se nos revela tan evidente e indiscutible (como ocurre con la actual pandemia), la rechazamos de un modo irracional, irascible, vehemente. No reconocemos la debilidad de nuestra fuerza (o la fuerza de nuestra debilidad). Nos hemos acostumbrado tanto a la inmediatez en la resolución de los deseos y apetencias que el natural devenir de los acontecimientos nos descoloca. Como afirma F. Elorriaga en Secretos del corazón, «la fragilidad es una lección de realismo (...) En un mundo de soberbia y orgullo, no hay cabida para la fragilidad, no hay sitio para la humildad».
La Navidad que estamos a punto de celebrar tiene mucho que ver con esta idea, porque nos revela a Dios encarnado, presente en nuestra historia, desde la cuna hasta la salvación, sin renunciar a la Pasión. El Misterio que conmueve y transforma, que interroga y agita, que todo lo trastoca con el silencio más elocuente, con la revolución más pacífica, con la paz más revolucionaria... La cuna y la cruz. Cuando contemplamos el desenlace de la Pasión nos sacuden interrogantes que tienen que ver con la exigencia y la entrega: ¿tiene sentido el dolor? Y el silencio de Dios que no nos da ninguna explicación sobre el dolor; porque el dolor, la enfermedad, el sufrimiento no se pueden explicar. Incluso el Hijo de Dios hubo de sufrir y padecer, pero no estaba solo. Y en su abandono al Padre radica la sublimación de la esperanza. La Pasión es de este modo la culminación de una historia de amor radical, infinito.
Ecce homo, he aquí el hombre. El hágase de María fue el comienzo... La cruz, el símbolo que me identifica como creyente, me muestra el sentido del dolor, el sentido de mi vida. Cuando vuelva a citarme con mi joven fisioterapeuta llevaré la sonrisa por delante y el reconocimiento previo de que, gracias a él, mis dolores físicos serán más leves –en cualquier caso, no debo engañarme; mi traumatóloga, apoyándose en evidencias científicas ya me ha sacado de dudas: la edad no perdona. Y cuanto antes lo acepte, menor será el trauma–.
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