viernes, 9 de abril de 2021

Aprender de un año único

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 Paco Gómez

La Borriquilla de Salamanca | Foto: José Javier Pérez
09-03-2021


“El infierno es temporal, el cielo eterno”
(Jorge Barco y Rafa Pontes)


Pues no. No fue un vago recuerdo. No fue un mero evocar en redes sociales, en las pantallas de los teléfonos o de la televisión, aquellos otros tiempos que ahora nos parecen incomparablemente mejores. No fue nada parecido, de hecho, a nada.

La Semana Santa 2021, efectivamente, tuvo lugar. Se había repetido ya por infinidad de voces. Insistían en que este año, a diferencia del duro confinamiento domiciliario que se llevó por delante los días de Pasión del 2020, se podría vivir, se podría sentir, se podría, acaso, soñar. Y así fue.

A estas alturas, reposadas ya las sensaciones después de unos cuantos días de vida cotidiana, no puede haber ninguna duda en afirmar que la Semana Santa que acabamos de pasar merece quedar para la historia como un ejemplo en muchos sentidos.

Primero y fundamental porque las cofradías han dado una muestra de fortaleza y de capacidad de resistir (resiliencia, se dice ahora, creo) con el que quizá muchos no contaran hace tan solo unos meses.

Al mareo de medidas, restricciones arbitrarias, mensajes difusos llegados desde la administración, que a última hora lo dejó todo en manos de la ambigüedad pública y la seria advertencia en privado, las cofradías respondieron con el máximo respeto y civismo y, además, con grandes dosis de imaginación.

El mundo cofrade salmantino vivió semanas de locura, obligado a cambiar de planes casi cada día, construyendo con su planificación lo que a la postre no eran sino pobres castillos de arena al albur de las mareas políticas que llevaron al borde de la desesperación a más de uno.

Pero en vez de bajar los brazos y tirarlo todo por la borda, las hermandades de la ciudad, dentro de las posibilidades de cada una –y en ocasiones yendo mucho más allá– decidieron salir al encuentro de sus cofrades y de toda la ciudad, remarcando todo el sentido de un modo de vivir la fe que puede ser compartido o no, pero que siempre sobrecoge.

Los altares de veneración que han acogido casi todas las sedes canónicas, las exposiciones de la Vera Cruz o el Nazareno, los elevados actos del Flagelado o del Rescatado, han permitido vivir con intensidad los días fijados en rojo en el seno de cada cofradía y, en muchos casos, compartirlos con toda la ciudad.

Y, por supuesto, las colas. Si hay una imagen de esperanza de este 2021, tan difícil por tantos motivos, son las largas filas formadas ante la Catedral, San Esteban o San Sebastián. Esperas elocuentes. Que gritan que la Semana Santa sigue sabiendo concitar. Llamar. Sigue estando ahí.

Hay cierta inquietud sobre si cuando todo vuelva a la normalidad (o a lo que entendamos por normalidad de aquí al futuro) las cofradías no pagarán las consecuencias de al menos dos años de paréntesis procesional y, sobre todo, del impacto que la crisis económica haga en sus cuotas y listas de altas y bajas.

Y aunque es difícil no dejarse llevar por el pesimismo ante muchas noticias del día a día, la grandeza demostrada por nuestra Semana Santa en su conjunto debe llevar a confiar en que, cuando sea posible, volverá con toda la fuerza y quizá más si le sabe sumar sabiamente muchas de las experiencias de este año único.

Por qué no. Quizá sea cierto que el infierno ya queda atrás y por delante se ve el cielo.


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