12-04-2021
Antes de nada, feliz Pascua y mi deseo de que esta poco ruidosa Semana Santa os haya sido provechosa. Supongo que no todo habrán sido pelis de romanos, Canal Sur, e interminables videos de procesiones congeladas donde te enteras de quién diseñó la túnica del nazareno, la bordó, la clase de terciopelo, de dónde fue traído, quién la restauró y el nombre del prioste que tantos años lo vistió, el de su madre tan santa y tan humilde, qué manos tenía y otras tantas noticias eruditas del máximo interés. No todo. Yo, entre medias, me coloqué mi máscara antifaz y me dispuse a recorrer el viacrucis por la Vía Dolorosa. Se vende, se alquila, liquidación por cierre, últimas existencias. Estación tras estación, sin velas que nos alumbren y sostenido solo en la esperanza de la resurrección, al tercer año esta vez.
Cuando más se nota el silencio es después de la bulla, cuando cesa el zumbido en los oídos y aparece el desierto insonoro de la nada. Pero el silencio único, persistente y prolongado, queda como sinfonía a más de anodino un tanto espiritualmente exagerado, solo entendible para algún budista traspuesto o ciertos progres defensores a ultranza del minimalismo, traspuestos igualmente.
La popular Semana Santa, a Dios gracias, es barroca, como el catolicismo que resiste a la secularización y a la protesta. Siempre tuvo enemigos destacados, los del opio del pueblo, las políticas de acabar con lo viejo, y el mucho clero. Yo me eduqué en escolapios en los innombrables años de la «francada» y allí me enseñaron que esto de las procesiones era cosa inmunda de gente poco culta, supersticiosa, antigua, que son desfiles cercanos a la mascarada, paganos, una especie de superchería antievangélica y, en fin, un desmadre. Y a pesar de todo yo ya participaba en ellos. Claro que soy hijo de padre zamorano y allí esta cosa es genética. Es casi un milagro que en lugares como este, donde la iglesia siempre impuso su jerarquía, estas manifestaciones, aunque un tanto desnutridas, hayan llegado hasta hoy. Las que permanecen vigorosas, más que nunca, fueron las que supieron ganarse una independencia y la basaron en un respeto acorde con su pertenencia como Iglesia. «La Semana Santa es del pueblo» leí en las paredes de Zamora ente una intromisión del obispo.
Si traigo en la foto de cabecera a las multitudes que arropan al señor Cautivo de Málaga es porque en esta ciudad, en los años cincuenta y sesenta, la cosa pintaba chunga: entre los que se acordaban de la quema de iglesias, con resentimiento o con añoranza, y los que pastoreaban la grey, la pusieron en un trance de pasar página. Como la reacción desató todas esas bienintencionadas ataduras, hoy goza de excelente salud, poseen casas propias de hermandad, se equivocan a su capricho y no al de otros, siguen y crecen y nutren de vocaciones y sentido cristiano a una sociedad con la que se identifica.
Sería algo injusto no reconocer que en Salamanca se ha pasado del desconsuelo de «colgarlo en la pared que este Cristo ya no sale más», a un acercamiento a su Semana Santa, un tanto legislador y estatutario. La cosa es dirigir, porque el acercamiento, al fin y al cabo, más que basarse en el prestigio adquirido por la Semana Santa salmantina, su población de jóvenes o su ejemplaridad, lo es por el adelgazamiento de la nómina de feligreses, cada vez más longeva. Válgame Dios de decir que se entrevea una relación interesada, el más leve negocio, o algún leve afán de llevar por el buen evangelizador camino a esta bullidora tradición.
Decía Rodríguez Pascual que esta es una de las pocas cosas que ha permanecido pujante de las otrora sociedades seglares, a las que se les fue sustrayendo autonomía en aras de una controladora jerarquía. Me tomo el evangelio y salgo al campo de bóveda infinita, que no es mal templo, a releerlo, que este año tampoco sale la procesión.
0 comments: