P. José Anido Rodríguez, O. de M.
04-04-2021
«Lo que [los amigos de Cristo] contemplaban era el primer
día de una nueva creación, un cielo nuevo y una tierra nueva. Y con aspecto de
labrador, Dios caminó otra vez por el huerto, no bajo el frío de la noche, sino
del amanecer»
G. K. Chesterton, El hombre eterno
Hemos pasado una nueva
Semana Santa extraña. Seguimos con miedo, separados, y, aunque podemos salir a
las calles y encontrarnos los unos con los otros, la normalidad está todavía lejos
de alcanzarse. Este año, por lo menos, hemos acudido a la iglesia y celebrado
juntos los misterios centrales de nuestra fe. Sin embargo, la pandemia que no
cesa ha impedido, una vez más, que realicemos nuestras procesiones, que
proclamemos en las calles el Evangelio de la redención de Cristo por medio de
las imágenes de nuestros sagrados titulares. Y en esta situación, la mente y el
corazón cofrade no cesan de darle vueltas a las cosas, de pensar
posibilidades... ¿Una nueva cofradía? ¿Una nueva procesión? ¿Por qué no?
Imaginemos...
Tras el amanecer que renueva
la creación entera, yo quiero una procesión en la tarde del domingo de
Resurrección. Con tres pasos, nada menos, hay que tener un poco de ambición. El
primero lo forman tres peregrinos. Dos parecen tristes, sus esperanzan han sido
frustradas, el Reino que esperaban, como lo esperaban, no ha llegado. Y a su
lado un tercer caminante, con brillo en la mirada y fuego en el corazón, que
explica las Escrituras, que conoce a la Ley y a los Profetas porque hablaban de
Él. Es el camino de Emaús, es Cristo resucitado que sale a nuestro encuentro,
es la Eucaristía que nos trae la vida misma de Dios. El segundo paso muestra a
once hombres desconcertados (sí, ya sé que será difícil encontrar quien los
talle y quien los cargue). Once hombres entre el miedo, la sorpresa y la
alegría. Que intentan expresar lo que no comprenden. Han contemplado a su amigo
y maestro, clavado y muerto en la cruz, resucitado. No saben si salir a caminos
y plazas a anunciarlo, no saben si volver a Galilea, a sus trabajos. No saben
si ha llegado el tiempo del Reino o cómo proclamarlo. Y, sin embargo, un gozo
profundo inunda sus temerosos corazones. El tercer y último paso es un abrazo
(esos abrazos que tanto echamos de menos), un abrazo entre dos mujeres. La una
ha caído a los pies del Cristo labrador que en el huerto le anuncia el mundo
nuevo; la otra, Madre Inmaculada, ha visto sus esperanzas confirmadas y, tras
la espada ardiente atravesando su alma, ahora la llena la misma alegría profunda
del día de la Encarnación. Un baile de corazones que ilumina y destruye la
oscuridad de nuestros miedos y temores, que destruye el pecado y la muerte,
porque surge del amor entregado por el Resucitado para nuestra salvación.
No sé. Quizás mi mente cofrade
en ausencia de procesiones me juegue malas pasadas, pero sueño con una cofradía
de la tarde del Domingo de Pascua. Una hermandad de gloria, la primera. Una hermandad
que sea la más joven, siempre la más joven porque se forma en un mundo siempre
nuevo. Una hermandad de la que formemos parte todos, y entre todos pongamos
esos pasos en la calle. Quizás, mientras los tallan, podamos llevar esas
imágenes en nuestros corazones, en nuestros rostros; quizás, mientras los vamos
preparando, seamos nosotros quienes debamos hacerlos presentes cuando, al sol
de la tarde de día grande de la Resurrección, nos saludemos con alegría,
diciendo,
–«¡Cristo ha resucitado!»
–«¡En verdad ha resucitado!»
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