Llegó
el Sábado Santo. Uno cualquiera, bendecidos por el buen tiempo, comenzaría de
la mano de una madre dolorosa, fiel reflejo de la pérdida del hijo amado, de
luto en su Soledad como anuncio de lo plasmado en las escrituras. Lo haría
aglutinando a su paso a miles de personas deseosos de ver, un año más, a la
Señora de Salamanca.
Le
seguiría de cerca el Cristo de la Liberación, recorriendo las callejuelas de la
ciudad a la bella manera charra. Una hermosa estampa en perfecta sintonía con
la piedra y la escenografía bien cuidada, que cada vez tiene más adeptos y
devotos agolpados, sobre todo, a la salida, contemplando esta solemne y recia
imagen.
Horas
después, a las cinco de la tarde, se abrirían las puertas de Jesús Obrero. Todo
un barrio estaría esperando, desde horas antes, la salida de sus imágenes,
arropando a la hermandad, haga sol o llueva (que no han sido pocos los años en
los que las inclemencias del tiempo han hecho de las suyas). Podríamos
contemplar el procesionar una hermandad joven, pero con fuerte raigambre
en el barrio. Un buen observador vería, entre los rojos capirotes, ojos
cansados de la que hubiese sido una cuaresma y semana santa, de manifestaciones
de pura fe que llega a su fin, esplendorosa, pero a la vez ojos de alegría como
preludio de la llegada de la Pascua de resurrección inminente.
Primero,
portado por los más jóvenes de la hermandad, aparecería el paso de la Palabra revelando
las últimas siete palabras que Jesús dijo antes de morir «Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu». Después seguiría ese Cristo de mirada dulce, no muy
antiguo, de autor anónimo y realizado en material «no tan noble» como declara algún
que otro entendido en el asunto. Eso nunca ha sido óbice para tener una gran
devoción popular dentro y fuera de la hermandad. La devoción no se mide por el
material del que esté hecha la imagen, sino por la fe, devoción y sentimiento
que se le profesa. Por último, su madre, Nuestra Señora del Silencio. Como nos
señala su advocación, le acompañaría callada, con la mirada perdida y sus manos
entrelazadas testimonio del vacío que deja el hijo que se ha ido.
Un
largo recorrido quedaría por delante, pero al regreso a «nuestra casa» el mismo
barrio que abarrotaba horas antes las calles y nos abrazaba con tanto cariño, vuelve
a responder y saldría a recibir de nuevo a su hermandad. Aunque agotados, aún
nos quedaría asistir a la Vigilia Pascual, nuestra máxima expresión de la
liturgia cristiana, completando así el círculo que comienza con la Cuaresma y
culmina con la Pascua de resurrección.
Este
año no veremos La soledad de la cruz
y su inmenso cortejo de nazarenos saliendo desde la catedral, ni a los hermanos
y hermanas del Liberación vistiendo la que será su mortaja y luto,
respectivamente, mostrando a la perfección un entierro charro, ni veremos a toda
una barriada comprometida con su hermandad. Pero esta Semana Santa, al
contrario que la anterior, las hermandades han comenzado a despertarse del
obligado letargo semanasantero que sufren, pudiendo tener al fin algunos actos.
La
Soledad ya está preparada para su veneración durante todo el día; la hermandad
arrabaleña, por su parte, mantendrá hoy también las puertas abiertas para que
podamos contemplar sus imágenes, y la hermandad de Silencio, tendrá un momento
de oración recogida e íntima, en la que disfrutaré como miembro, del rezo,
acompañada de mis hermanos y hermanas, a los que abrazaré con la mirada y en la
distancia, con la fe y esperanza viva de que el años que viene, podamos hacerlo
en persona.
Gracias x estás bellas palabras que nos hacen vivir más de cerca está tan atípica Semana Santa.
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