19-05-2021
«Si de alguna manera ya puede haber alguna manifestación en la calle, si puede la gente encontrarse en las terrazas, pueden pasear juntos por la calle guardando unas ciertas distancias, ¿por qué no se puede hacer, por ejemplo, una celebración de una romería guardando las medidas sanitarias? Pues lo podríamos hacer, y en eso estamos, preparando ese protocolo para que se pueda celebrar en breve. Sería bueno encontrar un criterio común entre todas las autonomías para coincidir en la forma de hacer, porque si en un sitio se hace de una manera y en otro de otra, nos crea una confusión terrible y una división. A todos los obispos nos gustaría en la medida de lo posible recuperar esa actividad externa, y la gente lo está deseando también. Si hay otras actividades externas, ¿por qué no manifestar la fe fuera como lo hemos hecho tantas veces? Esas romerías, esas procesiones…».
Son palabras del cardenal-arzobispo de Barcelona, mons. Juan José Omella, en una entrevista concedida al Canal 24 horas de TVE el 10 de junio de 2020, cuando declinaba el primer estado de alarma, aquel que prohibía incluso la utilización de los atrios de los templos para el culto. En el siguiente estado de alarma, iniciado en el otoño y finalizado hace apenas unos días, las limitaciones variaban según la comunidad autónoma: la confusión terrible y la división a las que aludía el presidente de la Conferencia Episcopal Española en dicha intervención televisiva.
Esa loable intención de trabajar juntos que presentaba mons. Omella, contemplada un año después, podría seguir apareciendo como una tarea pendiente, una de tantas, si no fuera porque en muchas diócesis españoles, directamente, se ha prohibido la convocatoria de procesiones («mientras no se diga otra cosa», comunicaron hace escasas fechas los prelados extremeños) e incluso en general de actos de culto en el espacio público. Otras, sin embargo, han dado pasos adelante, sobresaliendo quizá la Archidiócesis de Valencia, siempre admirable en el culto a la Madre de Dios de los Desamparados. En Huelva también se logró que el vía crucis cuaresmal de sus cofradías transitara por calles reservadas para ello, y en Valladolid solamente un adverso pronóstico meteorológico para el Viernes Santo llevó a la Catedral el Sermón de las Siete Palabras previsto con todas las medidas de seguridad en la Plaza Mayor.
Nuestra diócesis salmantina fue de las pocas que estimuló la adaptación de los tradicionales desfiles procesionales, tanto en la Semana Santa como en la Pascua que estamos a punto de culminar, a través de un documento publicado por la Coordinadora Diocesana de Cofradías con el visto bueno del obispo el pasado 14 de enero. Varias hermandades elevaron inicialmente sus propuestas y dos de ellas, la Vera Cruz y Jesús Despojado, las concretaron sin llegar a obtener el visto bueno de las autoridades policiales del municipio. Así, por un alegado riesgo de aglomeraciones, no pudieron celebrarse ni el Vía Matris, ni el Descendimiento, ni el Acto del Encuentro y la Misa de Resurrección, en el espacio delimitado del Paseo de las Úrsulas y con aforo controlado, ni tampoco un pequeño cortejo de hermanos de la cofradía establecida en San Sebastián pudo llevar su estandarte tras la cruz de guía por la Plaza de Anaya para hacer estación ante el Santísimo en la Catedral.
No hubo culto externo en Semana Santa, acotado y estático en el caso de la Vera Cruz, sin imágenes y en un itinerario mínimo en el caso de Jesús Despojado, mientras sí hubo manifestación el 8 de marzo, manifestación el 1 de mayo, concentraciones de diversos tipos en variadas fechas (incluidas las promovidas por Cáritas o Manos Unidas), y aglomeraciones cada tarde con buen tiempo o no tanto en determinadas zonas de terrazas y, sobre todo, sus aledaños, que no son ni disuadidas ni disueltas ni sancionadas. Por no hablar de la vergonzosa multitud por la que la Plaza Mayor de Salamanca fue portada nacional en la madrugada del pasado 9 de mayo.
A la vista de estas diferencias evidentes entre la celebración de actos de culto en la vía pública y otros de múltiple naturaleza, autorizados o consentidos estos, desaconsejados u obstaculizados aquellos, algunos cofrades nos preguntamos cuándo será el momento de iniciar una transición, prudente ante la enfermedad pero valiente ante el agravio, que devuelva al culto uno de sus espacios naturales e históricos, la vía pública. Lo expresaba con mucha naturalidad el presidente del episcopado español: «Lo estamos deseando».
Y no, no podemos desear aglomeraciones, ni esas procesiones que por mucho que discurramos conducen al riesgo de aglomeración. Pero tampoco deberíamos encerrarnos en el planteamiento del «o todo o nada», que me recuerda al de «o cargo o no salgo». Después de tantos meses de pandemia, la tabla rasa se revela más injusta si cabe ahora: ¿acaso tiene sentido prohibir una procesión de esas que salen en nuestros pueblos, en las que no hay público sino solamente personas que procesionan, que lo hacen por el puro impulso de hacerlo juntos, por fe, por tradición, porque así lo sienten? Esas procesiones deben celebrarse, que no todos los Corpus ni todas las fiestas patronales son sinónimo de muchedumbre. Lo demostraron recientemente las bendiciones de campos en la memoria de San Isidro Labrador.
Allí donde puede esperarse mayor dificultad organizativa, por ejemplo en la ciudad de Salamanca en los días de Pasión, ¿seremos capaces de pasar de la «veneración» dentro de la iglesia directamente a la procesión de toda la vida? Considero que la Semana Santa de 2022, y otras festividades anteriores, deberán buscar ese camino de transición que hasta ahora ha sido impedido: la presencia del culto en el espacio público, con todo el derecho, con toda justicia y con toda naturalidad, pero adaptado creativa y prudentemente. Sin complejos, que nos sobran. Sin miedo a incomodar a la autoridad civil por mucha subvención que prometa y sin temor a reivindicar filialmente ante la eclesiástica los fines y el carisma propio de las cofradías.
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