Dedicado al reverendo doctor
don Federico Rafael Aznar Gil (DEP),
amigo y mentor
Si algo nos está enseñando esta pandemia es que es fundamental la campaña de vacunación llevada a cabo desde Europa y que, gracias a un sistema de salud omnipresente en la vida del ciudadano, se están cumpliendo los plazos, incluso en muchos casos adelantando (a Dios gracias).
Todos sabemos que curiosamente, frente a todo pronóstico, han venido muchísimo antes las vacunas que los tratamientos, que parece que, a finales de este año, estarán presentes en nuestros sistemas sanitarios de forma bastante generalizada.
De vacunaciones saben bien los ganaderos de bravo, pues muchos de ellos, estudiaron veterinaria para actuar directamente uniendo sinergias entre la sabiduría cuasi innata del campo, el aprendizaje de la garrocha y el estudio científico del comportamiento y sanidad animal. Hoy en día cobra su más profundo sentido el lema albéitar.
Mientras que el gran mal de las vacas locas amenazó gravemente a la Fiesta hace casi dos décadas (parece que fue ayer), hubo una seria preocupación por acotar los riesgos al máximo posible, con una trazabilidad absoluta desde el campo hasta el desolladero (convertido de aquella en horno crematorio). Y la Fiesta continuó en su punto más álgido con diversos matadores de renombre y otros que comenzaron sus grandes carreras en aquellas (doradas) épocas.
Hubo hasta ilustres ganaderos que llevaron sus toros a analizar a mataderos para demostrar que el toro libre, en el campo tenía bastantes menos probabilidades de contraer dicho mal que la estabulación lechera en granjas automatizadas.
Curiosamente, en las últimas épocas, concretamente estos últimos tres lustros hemos asistido a un crecimiento ingente de la Semana Santa, unido a un interés desmesurado por lo turístico. Ese crecimiento brutal desde todos los puntos de vista (paradójicamente unido a un descenso de la vida religiosa), atisbaba unos pies de barro que pocos nos atrevimos a esbozar, con furibundas críticas por parte de todo un grupo heterogéneo de negacionistas (desde mitrados, presbíteros, hermanos mayores, gentes del costal…). Los que pedimos que se fueran implantando campañas de saneamiento, para evitar una caída estrepitosa de la Semana Santa, fuimos condenados al ostracismo de tertulias y poco más. Mientras florecían variantes del virus como casas de hermandad, ensayos etílicos, paellas, magreos y demás. Y en esto, llegaron los consabidos momentos de confinamiento (disfrazados de vivencia interior) que han supuesto un gran reto para cualquier actividad pública (sea la Fiesta o la Pasión).
Ingenuo de mí, pensaba, creía… que en estas dos semanas santas atípicas, tendríamos tiempo para realizar nuestra particular campaña de saneamiento. Dicha campaña de saneamiento tendría que tener sobre la mesa, nos guste o no, la necesaria medida de la optimización de recursos (impopularmente conocidos como «ajustes») o una medida propuesta como vacuna necesaria (con sus consabidos efectos secundarios no deseados) como es la de la fusión de cofradías, medida innovadora, pero de sabor antiguo, pues son múltiples los ejemplos en todas o casi todas las urbes y pueblos cofrades de nuestra piel de toro. Frente a eso, seguimos creando cofradías, muchas de ellas hermanas gemelas que trasmutaron de históricas a nuevas (como pías y dominicanas cuentas de rosario recreadas en cenas), o poco a poco fueron despojándose de sus iniciales bienintencionados caritativos fines. Mientras, también languidecían henchidas de un pluriactivismo desenfrenado, algunas de las penitenciales históricas de nuestra ciudad, reunidas más en torno a manjares que junto al sagrario de su hogar fundacional. Es difícil nacer como cofradía penitencialmente hospitalaria y tratar de imitar, desde no sé qué parámetros paranormales, a la Esperanza de Triana. Lo mismo se puede decir de los albinegros tridentinos, que tras un pasado glorioso y presente pretérito prometedor, sumieron a los cantos de sirena del Guadalquivir y reventaron orgullosamente de perder cualquier punto de referencia estatutaria.
Al igual que las vacadas a lo largo de la historia ganadera, han ido sucumbiendo al trasteo de los avatares fatídicos y se han ido fusionando mezclando sangres y también realizando tristes (y absolutamente necesarios) desechos de tienta. Nuestras penitenciales también, ahora más temprano que tarde, deberán implantar mediante isomorfismo vital esos mismos procesos, pero, por desgracia, sin reflexión, sin preparación y sin vacunación. Que nos ha pillado en pelotas la pandemia, cierto. Que ha habido tiempo más que de sobra para aplicar todo tipo de insumos y no se ha querido, más cierto si cabe.
De los dos posibles términos imbuidos en el concepto saneamiento, sanea y miento, las cofradías, en su mayor parte, han optado por el segundo. Seguimos continuando queriéndonos engañar, en nuestra mayor parte, pensando que las penitenciales serán capaces de llenar calles y plazas. Puede que llenen por ser uno de los pocos espectáculos gratuitos que quedarán, si la vacuna lo permite (la gran y única solución, frente a negacionistas criminosos). Pero internamente asistiremos a desapariciones de hermandades. O peor aún, quedarán como los pueblos que poco a poco van extinguiéndose, la España vaciada. No desaparecen los pueblos, pero muchos quedan como caseríos derruidos entre campiñas de espigas o escarpadas sierras. Quedarán las imágenes en sus capillas, pero no tendrán su fin fundamental: acercar al pueblo lo que es del pueblo. El toro nació del pueblo. La Semana Santa, también. Y si mueren ambos, serán porque el pueblo les dé la espalda: los retrovisores son necesarios, pero se conduce de frente.
Y mientras observamos cómo la gente tiene ganas de toros (el aficionado que sienta el culo en su localidad), no se atisba el mismo entusiasmo entre los penitentes. Hay más ganas de bocadillo en los tendidos cofrades que de faenas, percales y estaquilladores. Y el bocadillo, señores, no es lo nuestro. Pues como decían a los antiguos primerizos visitadores de burdeles, cuando trataban de intimar maternal e inocentemente con las rameras, alguna meretriz, visible y comprensiblemente enojada respondía: «aquí se viene a lo que se viene».
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