En ese eclipse íntimo que reconquista la ensoñación, cuando queremos escapar del linde que la pandemia escarba en nuestro ánimo, recuerdo –con enfoque de futuro próximo– un desfile procesional: la cruz de guía mullendo la marcha de los hermanos, los cofrades suspendidos de su oración, la imagen titular que zarandea el alma de los que la besan con la mirada en su devoción y de los que, sin tener fe, desencajan sus sentidos ante la expresión tallada de la historia más gloriosa conocida.
El entusiasmo de la imaginación me sitúa en primera fila delante de una multitud en Afganistán. ¡¿Imposible, disparatado, arriesgado?!
La Iglesia de Dios ha sido llamada por el Papa Francisco a confiar una nueva dimensión a la sinodalidad[1], que intensifique su «identidad como Pueblo de Dios en camino, en peregrinación hacia el Reino; subraya la dignidad común de todos los cristianos y afirma su corresponsabilidad en la misión evangelizadora[2]». Este compromiso viaja más allá de la jerarquía eclesial y de aquellos brazos que amparan sus parroquias, porque las hermandades, cofradías y congregaciones de Salamanca podrán sembrar, de nuevo, nuestro «caminar juntos», con la esperanza del mensaje irisando nuestro cielo de saber y tradición. Por las calles recuperadas –que cruzaron Beatriz Galindo, tal vez Feliciana Enríquez de Guzmán y Carmen Martín Gaite–, en oración compartida volveremos, con una misma voluntad de encuentro, a declarar que somos cofrades hermanados y hermanos congregados al calor del cuerpo del Hombre y en el manantial de su sangre, pan y vino en la mesa de la eternidad.
La Semana Santa de esta ciudad, que enhechiza la voluntad de volver a ella a quienes[3] vibran con su tacto, en ocasiones ha sido diagnosticada de falta de personalidad, porque unas hermandades enraízan con su tierra castellana y otras suspiran la saeta del sur rayano. En esa diversidad se halla su idiosincrasia de fraternidad cristiana convergente en el camino; sin perder nuestro borneo charro al paso por unas calles, somos hospitalarios anfitriones del oleaje foráneo que acaricia el rostro dorado de otras. La mezcolanza de símbolos, aromas, sonidos y silencios, que brotan en las manifestaciones populares de nuestra fe salmanticense, dirige su riqueza hacia la vocación para ser discípulos abrazados por el amor divino, que es único.
Es vital que la religiosidad trascienda más allá de la persona, porque en comunidad uno se proclama libre, acogido y acompañado, somos Iglesia.
Aún más allá se engalana nuestra Semana Santa, cuando el Espíritu de Asís es celebrado por la Hermandad Franciscana de Salamanca, como ejemplo de unión que traspasa nuestra heredad, en su recorrido por la noche de Pasión encendida en el reflejo de la filigrana helmántica, cuando humea el rezo de las antorchas en grito por todos los cristianos perseguidos en el mundo… Afganistán me reclama en este resplandor… porque con cada pisada, una sandalia de cuero hollará el destino franciscano de ser la voz de quienes enmudecen la injusticia de la persecución por sus creencias o ideologías.
Caminemos juntos pues, en el compromiso compartido al nombrarnos hijos de un Dios Hombre, de la mano de la Madre que mece nuestro sentir hacia una razón de vida: el amor absoluto que nos ha sido revelado en Mateo 22,37-39.
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