A lo largo de muchos años de historia de nuestra ciudad y diócesis, las cofradías, hermandades y otras asociaciones vinculadas a la Semana Santa han tenido una gran importancia por su testimonio público del mensaje de Dios a los hombres. Con un modo peculiar de vivir la fe en fraternidad, los fieles cristianos a lo largo de dicho recorrido histórico se han agrupado en torno a un misterio de Jesucristo, especialmente de su pasión, muerte y resurrección, y en muchos casos incorporado a un misterio de la vida de la Virgen María, uniendo con alguna frecuencia obras concretas de misericordia hacia los pobres, los enfermos y los que sufren.
Este hecho singular ha permitido que se cuente con una tradición secular, desde aquellas primitivas asociaciones gremiales (de zapateros, libreros, etc.), hasta las cofradías que conocemos en décadas recientes. Todas ellas, de una forma u otra, han contribuido grandemente al florecimiento de la vida cristiana en nuestra ciudad, aportando su vitalidad espiritual a sus ciudadanos.
El fin principal de una cofradía, hermandad o congregación es el fomento del culto cristiano mediante actos litúrgicos, que se realizan en nombre de la Iglesia (Cf. c. 834 § 2), junto con otros ejercicios de piedad.
El derecho que tienen los fieles a fundar y dirigir asociaciones para fines de piedad no obliga a la autoridad eclesiástica competente a erigirla si no se dan las condiciones y circunstancias exigidas por el derecho universal y particular. De la misma manera, los problemas graves dentro del seno de una cofradía ya constituida, incumpliendo dichas condiciones, pueden dar lugar a la intervención del obispo diocesano para tratar de sanar y reconducir aquellas circunstancias que la apartaron de sus fines.
Este último hecho, que se ha repetido recientemente en nuestra ciudad y que tanta polvareda y comentarios han suscitado, no es nuevo ni es extraordinario. En las últimas décadas se está produciendo con relativa frecuencia en el mundo del derecho canónico. Para los menos entendidos, esta situación se produce ante las circunstancias especiales que concurren en el seno de la hermandad y para el normal funcionamiento de esta. Los comisionados se constituyen para fines concretos y tiempos determinados que puedan permitir devolver al seno de la cofradía la paz y estabilidad deseada.
Se han llegado a oír comentarios del tipo: ¡Faltaría más que el obispo se inmiscuya en la vida de la cofradía! La soberbia y el juego de ver quién manda más, del querer quedar por encima de los demás, las guerras internas entre grupitos de capillitas dentro la cofradía y, sobre todo, el desconocimiento y la ignorancia hacen que en algunos casos se llegue a este punto de estulticia.
Y es que, por mucho que se empeñen algunos en negarlo, las cofradías, hermandades y congregaciones son asociaciones públicas de fieles que quedan constituidas en persona jurídica pública eclesiástica en virtud del decreto por el que la erige la autoridad eclesiástica y reciben, así, la misión para los fines que se proponen alcanzar en nombre de la Iglesia y que esta les confía mirando al bien público.
Y, con esta definición, toda hermandad o cofradía que tenga como fin el culto público nunca podrá tener el carácter de asociación privada de fieles, sino el de asociación pública de fieles (Cf. cc. 299 § 1 y 301 § 1).
Entonces se entiende que una cofradía no puede caminar al margen de su diócesis y de la Iglesia y que aquellas que habiendo sido intervenidas transcurrido el plazo fijado, después de haber sido advertidas, se nieguen reiteradamente a asumir su responsabilidad, considerándose al margen de una asociación pública de fieles y comportándose solo como asociaciones meramente civiles, podrán llevar a carecer del derecho de rendir culto católico y realizar procesiones.
Y es que, ya lo sabemos, dos no discuten si uno no quiere.
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