viernes, 10 de diciembre de 2021

Igual desigualdad

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 Ramiro Merino

Foto: Plataforma del Voluntariado en España
10-12-2021

La imagen que contemplo resulta inquietante y en cierto modo sorprendente, más que por la realidad que nos recuerda, por el contraste que se impone, directo e indecoroso. Sobre la simetría desnuda del asfalto, en una ciudad cualquiera, apoyados en los bloques de granito que sustentan el enorme enrejado de una sólida edificación, un hombre y una mujer dibujan una composición antitética en multitud de detalles, salvo en uno que les iguala: la pobreza. El destino caprichoso o quizá una fuerza mucho más poderosa ha querido que sus vidas confluyan en dos metros cuadrados de baldosas simétricas. Y ambos aceptan el designio con un rictus de aparente indiferencia, un gesto que probablemente revela la más severa resignación. Permanecen espalda con espalda, en ese reducido espacio que evidencia cuán diferentes e iguales son.

La mujer cubre su cabeza con un velo negro, sus hombros con un tosco chal y sus piernas con un grueso faldón que le llega a los pies. Es de complexión fuerte, gruesa y deja entrever rasgos hombrunos. La mirada perdida e inexpresiva, mientras su mano sostiene levemente un vaso de plástico que espera paciente alguna moneda. Y en el otro extremo de su espalda, marcando la línea divisoria con su compañero de destino, un cartón desangelado con las palabras: «Pido una limosna», y algo más que no alcanzo a descifrar. Por su vestimenta y el modo en que se cubre, cabría pensar que es extranjera.

El hombre está recostado sobre un cartón, a modo de aislante del asfalto, y apoya su cabeza en una maleta de diseño, quizá una Samsonite. Entre su cabeza y la maleta, para atenuar la fría e incómoda textura, ha colocado un paño, tal vez una toalla doblada. Sus ojos se protegen con unas atractivas gafas de sol, también de diseño. Se cubre las piernas con una delgada manta, pero en la parte superior solo una camiseta de algodón le protege. Por las ropas y objetos que le acompañan podría tratarse de un turista que se toma un frugal descanso. Pero sus labios han perdido la vitalidad, la barba descuidada evidencia el abandono forzado y la desesperanza.

Sí, creo que es la desesperanza el vínculo que une, lo quieran o no, a estas dos vidas. La fatalidad o, quién sabe si todo lo contrario, ha dispuesto que los sueños, las pertenencias, las luchas y los fracasos, los afanes y vicisitudes, las preocupaciones que llenaron tantos días de ilusiones e incertidumbres, de adhesiones y enfrentamientos hayan venido a confluir en dos metros cuadrados, en una maleta de diseño y unas cuantas bolsas de plástico. Y el mundo desfila frente a ellos, con su séquito de sombras y personajes, sin detenerse, sin inmutarse, sin conmoverse.  La desigualdad más igual; la igualdad más desigual; la infame bofetada del desprecio y la indiferencia.

La desigualdad social está desatada, fuera de control. Hablar, pensar, escribir sobre la pobreza es rasgarse la conciencia con el acero brutal de la vergüenza individual y colectiva. Buscamos a veces o tratamos de intuir, imaginar el rostro de Dios; queremos reconocer a Cristo en la cruz y olvidamos que está ahí, a nuestro lado, durmiendo en el cajero y enterrando su tristeza en una botella de alcohol. Ahora mismo, mientras acabo estas líneas, un indigente que ha entrado en la antesala de una entidad bancaria, para pasar la noche, filtra con el humo de su cigarro la agonía de un sueño indescifrable. Y yo firmaré mi artículo y trataré de dormir apaciblemente.

 


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