06-12-2021
El Realismo es un movimiento
artístico y literario con muchos más matices de los que a primera vista puede
parecer. En cada expresión artística, en cada territorio, en cada autor, se
manifiesta de manera distinta, aunque siempre hay unas pautas comunes, quizás
un tanto forzadas por filólogos o historiadores del Arte, pero son al final las
que le acaban dando cohesión. Al incluir entre ellas el rechazo al escapismo de
la etapa cultural anterior, el Romanticismo, estos autores buscan asentar los
pies en el suelo, mirar a la sociedad de su época y servirse del arte o la
literatura como un medio para la denuncia de la injusticia derivada de la
explotación de las clases trabajadoras. Por ello, no es de extrañar, muchos de
estos autores acabaron simpatizando, o incluso militando, con las ideologías
vinculadas al movimiento obrero.
Valga esta introducción, que
resume un poco las consideraciones generales de una aproximación al Realismo,
para poner en antecedentes de lo poco habitual que es encontrar la representación
del tema religioso en estos autores. En una exposición esquemática de las
características del Realismo, suele decirse que los asuntos trascendentes
desparecen en arte. No es del todo cierto, porque la experiencia religiosa
siempre acaba abriéndose camino. Y en el Realismo lo hace incluso entre
aquellos que se comprometieron con la lucha social. Todo el mundo tiene en
mente El Angelus de Millet, o el
provocador Entierro en Ornans, de
Courbet. El tratamiento no es precisamente piadoso, pero no deja de ser un
reconocimiento de que el denostado cristianismo sigue estando muy presente en
la sociedad.
De entre los autores vinculados
al realismo social destaca sobre todo el belga Constantin Meunier. Escultor y
pintor, reflejó como nadie la dureza e inhumanidad del mundo del trabajo a la
que había llevado la revolución industrial. Obreros del metal, estibadores del
puerto, mineros, jornaleros del campo, trabajadores en la fábrica… Siempre con
el rostro adusto, fortaleza física y resignación en la actitud, vencidos por
ese sistema injusto contra el que había que luchar. Meunier estaba comprometido
con la causa y se afilió al Partido Obrero Belga, de ideología marxista. Pero
como también necesitaba vivir, de vez en cuando aceptaba encargos que poco
tenían que ver con esta forma de entender el arte. Es lo que sucedió cuando el gobierno
belga, para fortalecer la identidad nacional, encargó copias de pinturas
flamencas cuyos originales estaban en el extranjero. Uno de esos encargos le
llevó a Sevilla a finales de 1882. Allí estuvo medio año, de manera que la
Semana Santa de 1883 le pilló en la capital hispalense. La presencia de Meunier
en Sevilla no se recordó en la historia de la pintura por la copia que fue a
hacer, sino por los dos cuadros que dedicó a las trabajadoras de la fábrica de
tabacos, las cigarreras. Ambos están en el Museo Meunier de Bruselas. Este era
su tema y en él se desenvolvía como ninguno.
Sin embargo, de su estancia en
Sevilla quedó también otra obra que no se suele considerar en la Historia del
Arte, salvo que se profundice mucho en el autor. Nos referimos a La procesión del Silencio en Sevilla,
que también se expone en el citado museo bruselense. Para un belga que en su
primera época sí trabajó el tema religioso, hasta que se comprometió con la
lucha obrera, no debía ser muy sorprendente contemplar una procesión. Bélgica,
que formó parte de los Países Bajos españoles hasta el siglo XVIII, ha seguido
manteniendo procesiones en Semana Santa. Entre ellas destaca la procesión de la
Santa Sangre, en Brujas, que nos trae evocaciones de lo más variado. En ella
podemos establecer asociaciones que van desde la cabalgata de reyes a las
celebraciones de Lorca y Levante, los desfiles de los tercios de Flandes,
penitentes del interior y unos pasos que sintetizan influencias de lo más
variopinto.
Para Meunier la celebración
popular de la Semana Santa no podía ser algo ajeno. Y, sin embargo, con más de
cincuenta años y en plena madurez de su obra y trayectoria vital, se deja
atrapar por el embrujo de una procesión sevillana. Y la representa como una
explosión de luz en medio de la oscuridad que anula casi por completo las
figuras del paso, el Cristo de San Agustín (que dejó de salir en 1926) y la
Magdalena implorante a sus pies. Es una luz que alumbra más al pueblo penitente
que a las imágenes de devoción, que sirve para recortar la insignia del
Senatus, el símbolo del poder, mostrando de esta forma que son los poderosos
quienes acaban señalando el camino. Meunier, obviamente, no podía renunciar a
sus principios, pero solo el hecho de tratar el tema, con este cuadro y los
apuntes que dejó, contribuye a reforzar lo injusta que es esa simplificación
que con tanta frecuencia utilizamos los docentes al afirmar que el Realismo
excluye de su obra la temática religiosa.
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