lunes, 10 de enero de 2022

Cuestas

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Álex J. García Montero

Virgen de la Alegría | Foto: Pablo de la Peña
10-01-2022
 
A Sara Redondo (D.E.P.)

Todo aquel que visita Salamanca se topa, nunca mejor dicho, con la historia legendaria del santo patrono, Juan de Sahagún, que, en los aledaños de las riberas del Tormes, allá por las cercanías del Puente Romano y del monumento al jetazo (vulgo hostión) literario más taurino de la historia, dicen que este agustino, de honda raigambre leonesa, pacificador de Salamanca, paró un toro que venía corriendo desde o hacia el Arrabal. De ahí la denominación onomatopéyica de la calle en cuestión: «Tentenecio».

Luego, son pocos, más bien escasos, los que explican que, científicamente (o desde las ciencias albéitares), el toro se frena a sí mismo con sus manos (en los bóvidos, las manos son los últimos lindes de los cuartos delanteros) cuando de una cuesta abajo se refiere.

Cualquiera que haya estado en los festejos populares, especialmente en aquellos donde el recorrido es pródigo en cuestas, lo habrá podido experimentar si la adrenalina, el susto, el miedo y la masa popular le otorgaron un instante de fuero para dicho menester. Si no, que se lo digan a los de Falces, en el antiguo Reino de Navarra.

No es nuevo este tipo de milagro, pues siglos antes se repetía en el vallisoletano y santo taurino Pedro Regalado, de origen pucelano y firme adopción burgalesa. He de decir que, para los que no sepan de estas historias, se promovió el patrocinio taurino por parte de ilustres salmantinos hacia el facundino de Pozo Amarillo, pero nos adelantó Pucela (otra vez más) y el santo de obsequioso apellido ganó dicho concurso-oposición. Hay que reseñar que ambos nacieron en villas muy cofrades y taurinas.

Salamanca tiene, a mi juicio, varias cuestas muy semanasanteras, Palominos, Ramón y Cajal, San Blas, la propia Tentenecio, Tostado…. Cada una, a su manera, trasluce la magia de la piedra sobre las imágenes y el grito del silencio sobre los fríos rostros de los llenos y vacíos de espectadores y rezadores. Bullicio y vacío son dos caras perfectamente maridadas de nuestra Pasión. Hasta la calle Compañía es un remanso que se hace cuesta con la austeridad de pasos como el enjuto Cristo de los Doctrinos o el franciscano de la Humildad.

Nos acercamos al mes-cuesta por excelencia: enero. Si hemos puesto el oído en los ambientes cofrades, la pregunta (no puede ser de otra manera), ha sido «si este año se sale». Y la respuesta, pese a ómicron, es mayoritariamente afirmativa, dentro de las cautelosas reservas generadas. No hay que olvidar que ya no están el doctor Igea ni la doctora Casado en las gobernanzas autonómicas de los restos de Castilla y la ficticia unión con el Reino de León. Ambos, especialmente Igea, han puesto más restricciones a los altares, tronos e imágenes que a las barras y burdeles (eso sí, con las connivencias de mitrados y prestes). Da gusto ver el palabro «liberales» explicitado debajo de los mitineros atriles y veladamente escondido en los ambones y cátedras. Nunca las vísperas de san Valentín tornaron y festejaron tamaño divorcio.

Y, es en este punto donde debiéramos hacer una autocrítica profunda (no todo va a ser dar estopa a los demás).

Las cofradías, hermandades, juntas y demás hierbas todavía no han aterrizado en la realidad postpandemia (endemia la llaman los entendidos). A día de hoy, no se han puesto de acuerdo si se van a llevar a cabo ensayos o no. O si se va a solicitar pasaporte verde (o azul, según el Sacyl) a los hermanos y hermanas participantes. Si va a autorizarse carga externa o carga interna. O si vamos a estar obligados a llevar mascarilla a cara descubierta; mascarilla y capirote; capirote solo; ruedas, banzos, trabajaderas, varas… nadie sabe nada.

Lo que no es de recibo es que, a las alturas que estamos, nadie haya tratado estos temas (al menos oficialmente) lejos de casas de hermandad y cerca de los centros de decisiones de poder (eclesiástico o civil). Porque en estos temas tanto manda Calatrava en Salamanca (ahora también Ciudad Rodrigo) como la Asunción en Valladolid. Quizá haya más cuestiones, pero creo urgentemente necesario abordar estos temas antes de hacer paseíllos. Aunque con nervios, se está mejor en capilla antes de pisar el albero que después (eso sí, con mucha quietud) en el interior de un arca funeraria.

Y es que el mayor miedo de las cofradías y hermandades no es el COVID (o la COVID, que aquí no hacemos distingos podemoides), sino las cuestas políticas, económicas y sociales que provoca el mismo (sin obviar las sanitarias y mortuorias).

Ahora mismo hay pánico a salir y no salir. El no salir tiraría por la borda, con la secularización galopante actual, el trabajo de casi todas las hermandades (no salvaríamos nadie aunque, como el puto bicho, se cebaría más con las penitenciales inmunodeprimidas). El salir asusta más, ya que no sabemos con qué patrimonio humano contamos para sacar las procesiones a la calle. Me recuerda mucho a la primera vuelta al cole tras el confinamiento carcelario (siempre digo que necesario) de la primera ola. Muchos queríamos volver, regresar a una yema de normalidad dentro de la clara del caos, y asumir eso costó un huevo. En la vuelta al cole, la ley estaba de la parte escolar (gracias a Dios). En las cofradías (y en todo lo que huela a religioso, taurino o trascendente) las leyes, o más bien su aplicación, están claramente en contra de correr toros, procesionar o tañer campanas.

Estamos esperando que ocurra el milagro. Pero, como dice el salmo, «si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles». Aquí posiblemente el Señor esté trabajando. Pero nosotros, los albañiles cofradieros, apenas estamos currelando. Y tarde o temprano nos va a pillar el toro. Salvo que aparezcan un san Juan de Sahagún o un san Pedro Regalado que, al oportunísimo quite, nos libren, cual milagro (biológicamente viable), de un agresivo zaíno tocado de los escobillados pitones del hastío y la dejadez,

Para cuesta la que se le presenta al nuevo prelado de Salamanca y Ciudad Rodrigo (el orden en la Iglesia siempre fue el histórico). Para unos, los más, debiera vivir en una autocaravana (así podría moverse entre ambas poblaciones) sin dejar huella en ninguna y permitir que cabildos, deanes, arciprestes y arcedianos sigan en sus cómodas barreras contemplando quercus y toros en el campo manjando viandas ibéricas. Para otros, los menos, estaría bien que monseñor Retana obtuviera el permiso de camión para conducir un vehículo de esos que tienen grúa para levantar las almas caídas, cuchilla quitanieves para eliminar infames atavíos y volquete para echar tierra sobre las huellas cinéfobas y pseudomaritales de anteriores y respectivos ordinarios del lugar de antiguas sendas sedes episcopales, hoy convertidos en la Diócesis de la A-62. Habrá que buscar un garaje para ambas opciones, a medio camino, en La Fuente de San Esteban.

Lo dicho, como pone en ese tipo de camiones: «Conservación y Mantenimiento» (que no es poco, en diócesis, iglesias, cofradías y hermandades, ganaderías o ruedos…). En primera, despacito, de frente y mirando someramente los retrovisores: ¡¡¡Vienen cuestas!!!


 

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