P. José Anido Rodríguez, O. de M.
Foto: Alfonso Barco |
Recuerdo con cariño mis años en el colegio mayor, cuando estudiaba la carrera de Historia en Santiago de Compostela. En aquella benemérita institución, los veteranos instruían a los nuevos en las tradiciones recibidas de sus mayores. ¿Qué tradiciones? Aquellas que ellos mismos habían aprendido siendo unos recién llegado. Mediante este peculiar método, las innovaciones se transformaban en un par de años en venerandas costumbres en las que se encarnaba el elusivo pero siempre presente espíritu colegial. Como es natural, la conversación entre dos excolegiales de generaciones separadas por cuatro o cinco años acababa derivando en una animada discusión acerca de la belleza de tradiciones inmemoriales desconocidas para el otro interlocutor.
Nuestras cofradías y hermandades son iguales. Con un agravante, lejos de la ligereza con la que jóvenes de veinte años pueden conversar acerca de su colegio mayor, en nuestras corporaciones la defensa de una supuesta tradición se iguala a la defensa de la esencia misma de la institución, y es entonces cuando surgen los problemas. Porque... ¿de qué tradición estamos hablando? ¿De una que se remonta a la fundación de la hermandad cuando los hermanos y el patrimonio eran escasos? ¿De una innovación de los tiempos del abuelo del actual hermano mayor? ¿De un cambio asumido por imperativo legal siguiendo las instrucciones de Palacio? ¿En qué momento comienza la tradición? Hay una respuesta muy fácil, similar a la que podría haber dicho un veterano de mi alma mater: tradición es lo que yo conozco y lo que a mí conviene. Esta es la triste realidad.
He sido injusto. Matizaré. Nuestras hermandades tienen una historia y, fruto de ese recorrido, nuestras cofradías tienen un estilo reconocible. Los elementos que lo conforman pueden tener un origen de lo más variado: hay rasgos que provienen de la fundación, hay otros que se han ido incorporando en el paso de los siglos y las décadas. Si esto ha sucedido de un modo orgánico, suave, las nuevas características se integran con las antiguas y, así, nos da un cuerpo de costumbres, modos y maneras que constituyen las tradiciones de nuestra hermandad y su espíritu. Pero siendo esto así debemos reconocer que estas tradiciones están constituidas por la historia, que no son un conjunto monolítico, que son fruto de la necesidad, del azar, de las deliberaciones de los cabildos de oficiales o de las decisiones de la autoridad eclesiástica. El problema surge cuando todo esto se vive y se defiende desde una óptica «nacionalista», es decir, como un todo intangible, inmutable, con unos guardianes de las esencias con poder para bendecir o excomulgar las distintas Juntas de Gobierno. En una cofradía hay que saber distinguir los elementos fundamentales que le dan su carácter propio, reconocible, y aquellos elementos accesorios, por antiguos que sean (y no lo suelen ser tanto), cuyo cambio o modificación está sujeta a la voluntad, prudente, de una Junta de Gobierno particular. Decía el gran compositor Gustav Mahler que «la tradición es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas». Aplicado a nuestras corporaciones, para que el fuego se transmita es necesario gente nueva capaz de llevar la antorcha, medios nuevos donde prenda la llama, nuevas variaciones, en definitiva, donde pueda escucharse la tradicional melodía. El inmovilismo bajo la excusa de respeto a las tradiciones es una traición misma a la Tradición de una hermandad que puede llevar al acartonamiento y muerte de la misma. El podado e injerto prudente del árbol hace que este crezca más fuerte y que pueda resistir futuras enfermedades o daños.
Conocer la historia de una hermandad, los cambios y desarrollos en su camino a través del tiempo, suele ser vacuna suficiente para el discernimiento de lo esencial y lo accidental en nuestras corporaciones. Y al realizar ese análisis descubriremos que ese núcleo es bastante limitado, que deja un margen muy amplio para cambios y variantes. Vivamos pues el amor a nuestras cofradías desde el cariño por nuestras costumbres, pero sin el tremendismo que condena cualquier cambio por pequeño o accesorio que este sea.
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