«Aunque
ojalá todos podamos disfrutar de unos días de descanso, no pongamos el cartel
de cerrado por vacaciones en nuestra vida cristiana», nos alentaba don
Pedro, nuestro querido capellán, en la misa de cada primero de mes el pasado
domingo en la Vera Cruz. Una manera de mantenernos abiertos a Dios y a los
hermanos, y de reencontrarnos con nosotros mismos, es aprovechar esta relativa
pausa veraniega para reflexionar acerca de nuestro singular contexto y del
estilo con el que los cofrades vivimos la fe: siempre legítimo, a veces
incomprendido, a menudo necesitado de más orientación y acompañamiento, como
pocos sugerente e inspirador.
Me
permito utilizar la imagen de la Semana Santa, o de las cofradías en su
conjunto, que me resulta más preciso, como un bosque de esos que crecen
sigilosamente, sin hacer ruido, aunque nos ensordezca por momentos la caída de
uno solo de sus árboles. Sobre la frondosidad aparente de sus copas, que
esconden brotes muy tiernos y endebles, raíces sedientas de verdad, troncos
ansiosos por savia nueva, se ciernen incendios debidos a diversas causas que
demandan cuidado, prevención y determinación.
Siempre
habrá rayos inoportunos en tardes de tormenta, como la que nos aguó los planes
no hace mucho a algunos cuando íbamos camino de ese coloquio titulado «El
futuro de la Semana Santa», promovido por Ángel Benito en el Casino dentro del alargado
centenario de La Gaceta. Ahora todo se dilata, v.g. el cincuentenario de
Amor y Paz, que ha desembocado en la salida extraordinaria del Cristo en pleno
julio, tercera en poco más de cuatro meses. La pandemia, con su rayo que aún no
cesa, ha hecho fuego en el bosque de las cofradías, pero a diferencia de los
pinares y castañares que han ardido en las laderas de mi Aliste de adopción,
aquí se pueden plantar pararrayos en lo alto de nuestras iglesias, a modo de
cruz que nos identifica y veleta que nos marca el rumbo. Ante el imprevisible
rayo de la pandemia, o de la enfermedad sobrevenida, o de la avería inesperada,
deben prevalecer las razones primeras que nos traen por aquí, afianzadas en una
esperanza cierta en quien tiene poder sobre todo lo que el hombre solamente
controla en parte. Quizá el verano pueda ayudarnos a volver a esas fuentes
donde beber y tener los depósitos llenos para cuando haga falta, las mangueras
a punto, los cortafuegos hechos.
Si
el causado por un rayo es la clase de incendio que nos dañará de vez en cuando,
sin demasiado margen de resistencia, mucho más frecuente es aquel que se
produce por nuestras negligencias. Puede haber detrás una aparente buena
intención, sin duda, porque estábamos esforzándonos en esa cosecha tan
apasionante del paso nuevo en el que nos hemos enfrascado, o de la sorpresa que
desde la junta directiva queríamos dar a la asamblea general de hermanos, y
solamente la fatalidad de una chispa al pasar la maquinaria por el campo ha
agriado los ánimos, o ha trocado el golpe de efecto en disconformidad porque se
han sentido ignorados. Menos excusa se halla si nos hemos reunido para hacer
una deliciosa barbacoa y, distraídos por la limonada, hemos olvidado apagar las
brasas, unas ascuas que son en las cofradías los pequeños grupos herméticos
desde los que no se hace verdadera hermandad, la dejadez en la organización de
los actos de culto, la desidia en la comunicación con los cofrades, la pereza
en las labores de mantenimiento y conservación, la obsesión por la procesión
como centro excluyente de toda la actividad… Nos dejamos llevar. Seguramente
influye la dificultad para recabar el compromiso de otros miembros de la
hermandad en tantas tareas como deben hacerse, pero si nos consumen y nos
confunden la maleza y la hojarasca será más difícil combatir luego las llamas.
El verano, este mismo verano, brinda la oportunidad de poner orden, sanear,
afrontar las debilidades, definir las prioridades, mantener las conversaciones
aplazadas.
Como
le pasa a los bosques de verdad, para nuestra floresta cofradiera no hay mayor
peligro que el del fuego intencionado. No me atrevo a diagnosticar piromanía nazarena,
pero ante algunas circunstancias, de poca monta o de mayor calado, no
andaríamos muy desencaminados y encontraríamos dignos seguidores de Nerón.
Fuera del DSM-5 y de la CIE-11, la envidia y la soberbia siguen siendo gasolina
y cerillas que cercenan la apacible vida, ¡es posible!, dentro de las
hermandades. Nos cuesta apagar nuestro yo más descontrolado, nuestra vana
vanidad, y la cofradía lo padece, se resiente, se ve herida por nuestro fuego
destructor más que renovada por el fuego del Espíritu al que deberíamos dejar
actuar en nosotros. Sea el verano tiempo para invocarlo, para dejarnos
humildemente hacer por él, para salir al bosque a respirar y dar gracias a un
Dios que hace arder nuestros corazones cuando nos habla por el camino.
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