Procesión Bercianos de Aliste | Foto: ferreiracunquero |
Cuando escribo estas líneas, a punto de empezar el curso, en un sombrío septiembre que se avecina y bajo las ansiadas gotas de agua de un día de tormenta hecho milagro para la sed de nuestra agostada ciudad, Manuel Diosleguarde (casi una tautología homónima y vital), acaba de tener posiblemente (y sin desmerecer a otros como Emilio de Justo o Ginés Marín, a bote pronto), la cornada de la temporada, en Cuéllar, un precioso pueblo castellano con ansias de ciudad. Sin ir más lejos, este mismo día conmemoraba la fatalidad del diestro cordobés y macareno Manolete en Linares, otro pueblón, en este caso andaluz.
Es curioso, porque desde las grandes urbes con plazas monumentales, se sigue mirando al campo de forma despectiva, también en los toros. En una ciudad puedes presumir de que te vean en determinado puesto de la plaza, a ser posible la barrera, la contrabarrera o las delanteras de tendido, y no digamos ya cuando los callejones se convierten en barrios chinos de la iniquidad pagada con el dinero del contribuyente. En un pueblo, normalmente, apenas hay distinción entre los asientos a ocupar, más que aquella establecida por la avidez en la adquisición de las entradas, pues suele haber barrera, contrabarrera y general. Y bajo el término «general» se encuentra todo el graderío, desde los tendidos hasta lo que hubiere por debajo de las andanadas. Y, además, todo sea dicho de paso, da igual donde te sitúes, pues la pequeñez del albero y del coso hace que veas bien el espectáculo. Por lo general, cuando sacas localidades en un pueblo estás pendiente de intentar coger varios sitios consecutivos para disfrutar de la tarde entre moscas, algo de alcohol, viandas y la buena compañía de familiares, amigos o improvisadas peñas hechas universos paralelos a la realidad del albero.
Uno sabe, quizás, que el ganado en un pueblo, las llamadas «plazas de tercera» no va a ser el que nos podríamos encontrar en las tardes de Bilbao, Madrid, Santander, Sevilla… Pero lo que la gente no sabe es que hay pueblos que cuidan con esmero hasta el más mínimo detalle de las ganaderías y de las reses a lidiar. Pregunten por la zona del Triángulo del Terror (entre Ávila, Toledo y Madrid con capital en Cenicientos); indaguen por Ceret en Francia. Sigan la feria por ejemplo de la euskalduna Azpeitia en Guipúzcoa. Y podíamos seguir. Porque Linares o Cuéllar son lugares donde hemos mascado la tragedia sin pretenderlo ni siquiera para echar unos boletos a la macabra lotería de los cornúpetas.
En un pueblo, cualquier pueblo donde se celebren festejos taurinos, sean de talanquera (con varios percances este verano, algunos de fatal desenlace) o de sillar, la muerte sobrevuela cuando suenan los clarines y timbales entre los despiadados y deleznables acordes de las charangas, el olor a puro, alcohol, empanada, ibérico y tortilla entroncado con moscas de parra y alquitara.
La Semana Santa de los pueblos encierra una riqueza pocas veces conocida de primera mano por aquellos que nos solemos considerar cofrades de pro. Normalmente somos afortunados porque algunos de los que nos precedieron eran unos enfermos que gastando dinero de su propio bolsillo y jugándosela más que Conrado en Coria, peregrinaron por los santos lugares de Castilla y de León con Bercianos de Aliste como máximo exponente y nos trasmitieron, como si de un antiguo tesoro templario se tratara, unas enseñanzas a medio camino entre la cábala, la alquimia y la teología. «Paco Gazapo», nuestro entrañable Francisco Rodríguez Pascual, fue diestro en esto. Y gracias a sus múltiples trabajos sabemos de la esencia de la Semana Santa en Castilla y León.
Claro que, en Salamanca, todo son fundaciones y refundaciones de cofradías, hermandades y penitenciales, siempre eso sí para recuperar lo perdido, borrándolo aún si cabe más, para traer en contenedores asiáticos del Barrio de Triana, usos y costumbres que gustan a los turistas y a los políticos a partes iguales y que, además, si dan gabelas y fielatos, serán muchos los prestes y obispos que concurran a las descargas de dichos contenedores.
Pero, amigo, cuando vienen tiempos de crisis (sí, hay crisis, a pesar de los que digan Sánchez, Yolanda, Mañueco o Gallardo), es la esencia la que nos salva. La esencia de la contradicción de la Semana Santa popular. La que no requiere de llamadores porque llama de corazón. La que no reviste grandes tronos porque son las manos llagadas por las frías heladas del invierno y el implacable sol del estío, y pesadas capas de pastores las que ofrecen los mejores baquetones para descender al Señor. Porque un simple hábito franciscano evangeliza más que un costal, una corbata o un impoluto traje. Y, ahí, en esa metafísica de lo imposible, en esa ontología del silencio, se manifiestan las contradicciones propias de nuestro tiempo. Esas contradicciones no son aparentes, sino que son la vida hecha metafísica pura y sustancia de espíritu y mortificación en fiesta de muerte y penitencia. Como en los toros, la Semana Santa de la ciudad trata de inventar accidentes, cuando en realidad, desde hace más de un milenio, la Pasión según el agro, sin trajes, medallas, corbatas (y no hace falta un decreto de la oscuridad de Sauron Sánchez), pero con lágrimas, rosarios, rudeza y losa fría de campanas tañidas en noches marceras, impregnan cada primavera las tierras sembradas para recoger cada año generosas cosechas de sencillez, humildad y gratitud hacia un Dios que descansa en carcomidas urnas sin oropeles. Más esencia que pureza, todo lo contrario que los que costalean Rúa arriba y Compañía abajo.
Al igual que a Iván Fandiño, Caronte lo sorprendió en una localidad de poco más de siete mil habitantes, la muerte es un frontón que siempre, siempre, siempre, devuelve la pelota, como hacen nuestras cofradías en los pueblos: entorno a un arca mortuoria se produce el milagro de la vida, repetirnos que Dios ha muerto y resucitado por nosotros. El Viernes Santo, o en cualquier día de entierro y funeral. Porque el atrio de una parroquia de pueblo es el mejor trono para asumir lo que somos: polvo, ceniza y vanidad.
Finalmente saludo desde estas líneas al nuevo obispo de Plasencia. Qué humildad diciendo que apenas conocía estas tierras ni sus realidades pastorales. En fin, que cuando estuvo aquí haciendo su tesis doctoral e impartiendo clases de teatro no se impregnó nada de nada, parece ser, del carácter charro.
En los pueblos todo el mundo conoce a todo el mundo (por eso los odios rurales se heredan de tatarabuelos a bisabuelos, de bisabuelos a abuelos, de abuelos a padres, de padres a hijos y de hijos a nietos, de nietos a biznietos y de biznietos a tataranietos). Tal vez sea por eso que en el Delfinado no conocen ni los estatutos de la Dominicana ni a Charo. Posiblemente ni al que suscribe estas letras. Pero eso lo dejaremos para otra feria más adelante.
Invitamos a acudir a León para el 33 Encuentro Nacional de Cofradías a finales de este mes, como si de la Feria de San Mateo riojana se tratara.
Desde aquí mando mis mejores deseos de pronta sanación para el diestro salmantino de afortunado apellido. ¡Dios te guarde, Manuel!
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