Si cogemos los manuales,
publicaciones y demás escritos referidos a la Fiesta, no son pocos los que
intentan acudir a los orígenes de los toros, no solo en los ámbitos biológicos
y zoonóticos, sino que se preguntan (nos preguntamos) qué tuvo que llevar al
hispano primitivo (y de otras zonas de marcada influencia mediterránea) a eso
que vulgarmente se dice de «correr toros».
Claro que en la Creta
minoica aparece el mito del Minotauro, personaje terrible al que los habitantes
de la isla helena debían rendir pleitesía de sangre y que gracias a un héroe
libraron de tan inane tributo a sus habitantes. En los mitos siempre hay una
lección de realidad. Hay una esencia telúrica que se pierde en la noche de los
tiempos y que nos imparte lecciones de vida desde la más pura irracionalidad.
Si no, podemos ir con alma de adultos a releer los cuentos más clásicos de
nuestra infancia, donde el toque freudiano amenaza con saña las ingenuidades
infantiles para prevenir peligros que son de antaño y hogaño; que niños y
mujeres, especialmente, estén expuestos a los depredadores sexuales es algo que
ni matando al minotauro (ni a la estulticia política de dejarlos sueltos con leyes
de «protección») podremos evitar.
Así, respecto al origen de
los Toros, tenemos, además de la propia cultura mediterránea, otros como el
tema de los moriscos matatoros (muy de moda en épocas pasadas), el de las
valerosas tribus íberas enfrentadas a los romanos, pero posiblemente sean todos
ellos en general y ninguno en particular los que fueron configurando en
talanqueras, alberos y piedras esta nuestra tragedia más particular. Lo minoico
se impone pues no engaña a nadie.
El toro nace con el propio
ser humano, con lo que nadie, ni siquiera ninguna prohibición podemoide o naranjoide (ambas «joiden») puede quitar: la muerte. Al deseo,
irremediablemente humano de perdurar solo lo alienta la propia muerte. La
muerte es el hecho humano más irracional y consciente que moldea nuestro
existir desde la nacencia. Toros y muerte, riesgo y legalidad son binomios
inseparablemente hilemórficos.
La Hermandad Dominicana,
parece, ha decidido empezar o continuar (aquello del acabose del empezose o al revés que diría la inefable Mafalda de
Quino) con cambiar la estructura esencial de su estación de penitencia llevando
los pasos a costal. Se me ocurren varias cosas, vuela pluma, al respecto que
procederé a desgranar, cual tercios de una lidia, en estas líneas.
La primera es de orden
exclusivamente crematístico. Materialista, si se prefiere decir. O sea que, si
para los pasos hacen falta ensayos y cargar con la túnica a dos varas o banzos,
con un número aproximado de cuarenta cargadores por cuadrilla, no quiero pensar
que si, haciendo cuentas, hacen falta dos cuadrillas para sacar cada uno de los
cuatro pasos a la calle, pues no sé de dónde van (vamos) a sacar cerca de cuatrocientos
costaleros para las parihuelas. Dichos costaleros deberán ensayar una y otra
vez todas sus coreografías (complicado en estas tierras de baja demografía) y
aprender a cargar con todos los arreos propios de los mismos: costal, faja,
morcilla, camiseta de tirante convenientemente roída, cigarros y copas a partes
iguales…). Además, no sé si en ese mix
(muy energético, por cierto) entrarán a formar parte cuestiones como mezclar
hábito y costal o poner pantalones de costalero y capirote bajo. Este es solo
el primer tercio, el de varas, que pone al toro en su sitio tras sendos
puyazos. Y aquí, siento decir que veo al toro muy, muy, pero que muy abanto,
saliendo suelto y perdiendo las manos.
Llega la hora de avivar
con las banderillas. ¿Cuánto supone el cambio de estructuras interiores? ¿Se va
a lograr encabronar más a los hermanos? ¿Quién promueve esta insensatez? ¿Cuál es
el fin? ¿Pretenden cargarse a la Dominicana a marchas forzadas? Y sí, aquí
habrá notables subalternos, pocos y los de siempre, que saluden costal o
montera en mano.
Y finalmente, si el obispado
y los dominicos lo aprobaran (últimamente espero cualquier cosa de esas casas
tan cercanas en efluvios), ¿qué quedaría de la Dominicana en relación al
Despojado o a la Cena-Rosario o Rosario-Cena? NADA. Ni el arrastre tras una
puntilla ominosa y un paupérrimo trasteo (que no lidia) de los albinegros.
Ya lo dije en su día, no
hace mucho, cuando traté este tema, por desgracia una vez más, que el andalucismo
cofrade había hecho mucho daño a la Hermandad Dominicana, la «única penitencial
de San Esteban» según rezaba su marchamo que resultó ser más falso que el
término ibérico en el embutido de toda raza, clase y condición.
Quizás tengamos que ir a
los orígenes, como en los toros. Al Minotauro de la ínsula de San Esteban. A lo
minoico y a lo micénico. Hace ya muchos años (tantos al menos como llevo siendo
hermano de esta corporación, o quizás más) había una sencilla procesión del
Rosario en torno a las calles del barrio. Se empezó a realizar una carga a
costal para engrandecer dicho acto votivo con bastante éxito, todo, dicho sea
de paso. Con el paso del tiempo, no mucho, fueron los propios dominicos los que
amplificaron los aullidos de cuatro lobos que, hasta entonces no habían metido
más que silbidos y susurros debidamente cortados. Fieles a ese espíritu de
fraternidad, los de Caleruega profundamente divididos entre las vacas sagradas
(muy mansurronas), frailes indígenas que tan pronto sucumbieron a Hernán Cortés
como tan pronto se arrodillaron ante Moctezuma, y sí, la anuencia de priores y
demás ganaderías sin mayorales, provocaron que el cisma comunitario intramuros
llegara a los hastiales del templo. Y, bajo el manto del Rosario, como si de un
paño negro de Tamariz se tratara, surgió el Rosario, al que hay que felicitar
por su boato y seriedad, con la intención de renacer una antiquísima cofradía
mariana de gloria. Y sí, con otro salto de garrocha, como en los antiguos
grabados goyescos, lograron hacerse penitencial. Mientras, la Dominicana
languideciendo en su día a día sin plantear más solución a sus problemas (de
calibre muy grueso) que imitar a sus vecinos de enfrente o, a los que en su día
se fundaron allá donde los enemigos de antaño, herederos de Azpeitia, también
cargaron sin costal y con gran inteligencia contra los frailes albinegros, con
el beneplácito de obispos y prestes diocesanos, que para eso recibieron
notables e innumerables lisonjas pontificias.
Despierten del sueño o de
la pesadilla. En los estertores de la muerte no comentan el error de mirar para
otro lado, como hizo el malogrado José Cubero «Yiyo». Hasta donde yo sé, y no
le afecta, por ahora, la Ley de (des) Memoria Histórica, la calle Marquesa de
Almarza no es Castilleja de la Cuesta. Y aunque uno esté tomando un rebujito, seguimos bajo cero en las
noches unamunianas de Niebla en Salamanca
en este mes de febrero.
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