Penitentes. Hermandad Dominicana | Foto: jmfcunquero |
Se aprobó. La famosa Ley de Bienestar Animal se aprobó. Si bien, cualquier persona de bien sabe que es bueno cuidar de los animales, dicha ley es altamente perniciosa porque su filosofía de fondo lo es. Cuando todos los empeños en educación están ultradirigidos a la educación STEM («Ciencias» de toda la vida) y los humanistas nos quedamos en poco más que ropa interior; o cuando una astronauta leonesa señala que «por fin hay mujeres en las que las niñas pueden mirarse» sin pensar que gracias a su madre o a su abuela, o a sus maestras llegó (además de por méritos propios, nadie lo duda) a donde ha llegado, la metafísica, esa filosofía primera de Aristóteles y santo Tomás, dominico de pro, nos acerca a la cruda realidad: poner al animal a la misma altura del hombre es algo que hizo Hitler en sus mejores tiempos mientras gaseaba semitas en sus fábricas de la muerte.
De este modo, el campo bravo, otra vez más, ha sido vilipendiado. El campo charro, extremeño, castellano nuevo o castellano viejo, del sur leonés, andaluz, levantino, vasco, navarro, riojano, aragonés, catalán… allá donde el toro bravo campa a sus anchas, la libertad ensancha sus caderas hasta los límites del infinito, porque no hay horizonte (legal o ilegal) que pueda parapetar, cual burladero de la ignominia su amplitud de miras.
Las humanidades nos dicen que la Semana Santa es metafísica pura entre lo más físico: el dolor y la muerte, como antesala de la resurrección. Así lo entendieron personas no alineadas con el régimen como Unamuno, Lorca o Picasso. Hasta Goya en tiempos pretéritos.
Da pena, dolor y rabia (sí, rabia) como la Hermandad de San Esteban ha decidido firmemente su camino hacia la nada. Unamuno definía la existencia humana como sumatorio de contradicciones; ese sumatorio daba una totalidad denominada por él como «Cardiaca». El cardio es el corazón. Y el español, y más aún el cofrade, es tremendamente apasionado. Porque esta locura sin pasión, como en los toros, se nos quedaría en la nada más absoluta.
Quizás la pasión haya movido a muchos hermanos de la Dominicana a pensar que la salvación de dicha corporación cabía en un cambio sustancial (otro vocablo de origen metafísico aristotélico) en su máxima expresión plástica y religiosa: su estación de penitencia, donde la hermandad se convierte en cofradía, en reunión de hermanos con unos mismos fines, supuestamente religiosos. Cambio sustancial en Aristóteles también es la muerte o corrupción (además del sexo y la vida o generación).
Ese cambio sustancial conlleva sí o sí apostar por un andalucismo irreal y por unos modos autoritarios que nos llevan a pensar que lo que en principio podía suponer unión terminará en una fractura innegable. Son muchos los que tiraron de la Dominicana en tiempos difíciles. Yo no he vivido, por edad, los años en los que los curas del Concilio Vaticano II tras una protestantización del mismo, apostaron por eliminar todo lo que oliera al dichoso y marxista término teológico de la «Religiosidad Popular». Así que, fueron muchas las hermandades que desaparecieron o estuvieron cerca del abismo de la disolución o lo que es peor, la irrelevancia absoluta en un mundo acelerado de paganismo, o como señalaba Karl Rahner de «Secularismo». Viví algo de cerca el retoque (con tintes surrealistas) de la Virgen de la Esperanza, que terminó en los tribunales salvaguardando la dignidad de Damián Villar. Encarné, desde la lejanía legionense, los penúltimos acontecimientos, cuando la Casa de la Iglesia se convirtió en una especie de burdo club de carretera, o más bien de cuneta. Y, sí, cuando Palacio decidió tomar cartas en el asunto, hasta algunos programaron, sin éxito, grandes manifestaciones, al estilo de las de la Plaza de Oriente, contra un muñeco de cera tocado de solideo, que se pronunció tras un más que comprensible hartazgo de sevillanización, más que impostada, de la Semana Santa de Salamanca. Y, tras una gestora, con muchos aciertos y un gran fracaso, no haber extinguido y refundado la Hermandad Dominicana, llegaron las elecciones, con acusaciones y listas (y mucho listo), ganó el Partido Andalucista, excluido políticamente ya hasta en la propia Andalucía. Eso sí, no se habló en dichas elecciones del costal, de la faja, de la zapatilla, de la morcilla, de los palos… lo digo porque podía haber sido el tema de las elecciones y hasta donde yo sé, no lo fue.
Las decisiones se están precipitando y la corporación penitencial de San Esteban camina hacia una división terrible que resultará del todo onerosa e irreversible. La cuestión más penosa es cómo deliberadamente se ha excluido, vía decreto oval del Delfinado, el espíritu fundacional de dicha hermandad. Alguno me echará en cara que desconozco dicho espíritu fundacional. Pero no es así. Cuando me enrolé en el proyecto por mi devoción al Pasión, a mi barrio de mi cercana morada de la calle San Pablo, y a los Dominicos, tuve muy claro el justo equilibrio entre todas las sensibilidades en una ciudad donde siempre las contradicciones habían sido su motor (la industria y el campo, lo charro y lo universitario, lo taurino y lo lúdico, lo municipal y lo eclesiástico, lo republicano y lo monárquico). Así lo aprendí de mi mentor (y amigo) en la hermandad. Hermanos mayores que sin ostentar el cargo con mayúscula (nunca fueron ni serán Hermanos Mayores, pero sí con su edad y sabiduría, su espiritualidad de la vida, y tantas y tantas vivencias como cofrades albinegros) han sido excluidos de la hermandad a marchas forzadas. Ya no podrán portar a sus «Sagrados Titulares» porque han sido marcados con la estrella amarilla de la salmantinidad de banzos a dos hombros.
Al hilo de la Ley de Bienestar Animal, y otras yerbas aprobadas en ciudades y autonomías, de la forma más anticonstitucional que pueda haber, alguno pensó en quitar puyas, banderillas, farpas, estoques, rejones y por qué no pitones a la fiesta. Y así, crear corralejas, muy del gusto del público que nunca acude a los toros, pero que se emborracha y acude en manada a esas concentraciones sudamericanas de talanquera. Menos mal que en esas condiciones fueron muchos los que se negaron a dar toros y recurrieron, con acierto ante tanto desatino, resolviendo los altos tribunales lo que es obvio: los toros son en esencia riesgo, muerte y vida. En definitiva, la esencia unamuniana de la humanidad «Cardiaca». Si hay algo que define a la fiesta es la «Pureza», y no precisamente hace referencia a la calle homónima de Triana.
La Hermandad Dominicana o, mejor dicho, su junta de gobierno actual, ha decidido firmemente quitar tercios y dar toros. Pues que me cuenten cómo, porque no lo sé. Y añado: no escribo contra la Hermandad Dominicana. Escribo a favor de los Toros. De la Tauromaquia. De la Fiesta. De la Pureza. Lo contrario son las corralejas caribeñas.
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