El Viernes Santo la Pasión de San Juan describe la muerte del Señor con estas palabras: «inclinando la cabeza entregó el espíritu». El día de Pentecostés, el último de la Pascua Jesús cumple su promesa de enviar el Paráclito desde el Padre. El Espíritu, pues, está presente en el inicio del Santo Triduo Pascual y en el final de la Pascua. Es esencial en todo este tiempo que concluye el día de Pentecostés.
Sin embargo, es, todavía hoy,
una realidad desconocida entre los creyentes católicos. Los mayores se
referirían a él como la Tercera Persona de la Santísima Trinidad; los demás no
quiero imaginar qué respuestas darían. Evidentemente, siempre hay excepciones,
pero no se trata de una realidad adyacente de nuestra fe, sino central. Por eso
intentaré ofrecer algunas intuiciones que nos pueden ayudar a tratar de
acercarnos a él.
La primera es compararlo con
la luz. La luz no se ve, pero es lo que hace ver. Nadie ve entrar la luz en los
ojos, sabemos que hay luz porque vemos las cosas. Si no, no sabríamos que hay
luz. Esto podemos verlo mirando las fotos de los planetas. Vemos el planeta,
pero a su alrededor vemos que el color es negro, como si no hubiese luz, pero
luz hay porque el sol no da la luz por zonas. Esta es la razón por la que vemos
luz en la Tierra, porque hay atmósfera, o sabemos que hay atmósfera porque hay
luz.
La segunda es compararlo con
el silencio. Esta vez la intuición nos dirige en sentido contrario. Si no se
escucha el silencio, oímos, pero no escuchamos y de esta forma interpretamos lo
que se nos dice, pero no escuchamos a quien nos habla. El silencio es el
maestro de la escucha ya que con ruidos solo se oye, pero no se puede escuchar.
Ambas realidades, luz y
silencio, se notan por sus efectos y su existencia es indubitable. Así es
también el Espíritu, no se ve, pero es lo que hace ser. Es decir, como la luz y
el silencio se notan por sus efectos, también ocurre así con el Espíritu. El
fruto del Espíritu es: amor, alegría, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad,
dominio de sí… pues donde se dan estos frutos está el Espíritu Santo. Si nos
fijamos en los frutos no se trata tanto de cosas ni de obras como del estilo
con que las cosas se dicen o se hacen.
Este estilo, el cristiano,
exige inclinar la cabeza. Si no luchamos contra nosotros mismos estamos a
luchar contra todos y contra todo, invalidando los frutos que deberíamos dar
obedeciendo al Espíritu Santo. El estilo del cristiano ha de ser el de Jesús:
preferir el amor a la vida, la vida de los otros antes que la propia para
testificar que Dios es amor. Solos no podemos, es verdad, pero para eso se nos
dio el Paráclito.
Seamos dóciles a sus
inspiraciones.
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